Por Carlos Álvarez Rosas

 

La historia del auge y fracaso (del que quizá nunca se ha hablado) de esta novela de Álvaro Pombo es azas aleccionadora. Se preguntará el lector, acaso, si la transición entre generaciones implica una ruptura con su anterior manifestación, o si, por el contrario, querrá asimilar su precedente historia para renovarla en una novedosa concepción.

La editorial Anagrama presentó en 1993 en su colección Compactos, 69, El metro de platino iridiado; texto en el cual Pombo, no bien logrando (y luego malogrando) su obra más feliz, quiso, de algún modo, ser compás y medida de esa frágil y cambiante España, no sólo literaria, sino histórica.

Tomando como punto de partida un asunto trivial, como lo puede ser una simple boda, o una despedida de soltera, arranca la novela. La expectativa es grande, ¿qué misterio entrañarán las más de cuatrocientas páginas?

Algo muy sencillo, quizás, ocurre con esta peculiar novela. Según creo, aquellos grandes personajes de las novelas del siglo XIX y principios del XX son tan bien conocidos, que ya no poseen para el gran público el valor de símbolo estable: esos personajes no incitan a ningún juego.

Es aquí donde Pombo pone en juego a los suyos, dando una vuelta de tuerca. Porque ya no se trata de la acción instantánea que delimita el devenir del Fulano o Mengana, sino muy por el contrario, son flujos de conciencia que delimitan las acciones de los personajes.

Así pues, se aprecia a Virginia, la mejor amiga de la protagónica María, planteándose ideas peculiares que surgen en su interior sobre cómo debe ser una despedida de soltera o dónde debe ser; ensimismándose sobre lo que piensan los demás del asunto, o sobre lo que ella piensa sobre los demás, o más precisamente, sobre su opuesto masculino.

El relato, en el fondo de la metafísica de los personajes, es apenas el eje que guía la narración, el hilo de Ariadna. Casi todo son pensamientos, ideas, reflexiones. Casi no sucede nada. Se habla (o piensa o se siente) mucho, así como también se observa el ensimismo de los personajes.

María se casará con Martín pero para llegar a ese momento sucederán algunos detalles. Martín es un espectro que hará de María un mito, una mártir o “una creación moderna de la virgen María”, como apunta Masoliver Ródenas, estudioso de la obra pombiana.

Martín proviene de una clase media, austera, más bien; mientras que María pertenece a las altas esferas sociales. Deciden realizar una boda rara, porque la idea martiniana —pues el muchacho es filósofo sutil que aspira a ser escritor de gran talla— de la vida es la sencillez; por lo tanto, la boda se llevará a cabo con la asistencia de unos cuantos, a lo cual se opone Virginia —otra niña rica acostumbrada a la pompa—, debido que ella cree que las cosas deben ser como deben ser y eso que se proponen los novios va contra el deber ser.

Sin embargo, no existen oposiciones, todo transcurre. Se casan. Viven en un pequeño piso. Martín escribe y quiere ganar reconocimiento y premios, pero sobre todo piensa que es el gran escritor que le anda faltando a España. Ahora hay otro destello en la concepción pombiana al plantear el problema de Martín como si fuera suyo, como si al hablar de Martín dijera Álvaro.

Martín envía su proyecto, Viaje de novios, al premio Nadal, empero no gana nada. María lo anima, el hermano de María, Gonzalo (o Pombo) lo admira, Virginia lo detesta y lo admira. Martín mismo se detesta, se admira, se perturba, se contraría, se cuestiona, se deprime…

El tiempo pasa desapercibido. El cambio verdadero se observa en la psicología de los personajes, como se observa en la evolución de Gonzalito, el putito; magnífica en cuanto a la peculiaridad homosexual desde la que se aborda; es decir, no se trata sólo de bosquejar a un gay con sus maricadas, sino de trazar la problemática espiritualizadísimamente que padece desde el fondo de su interior, la búsqueda de una identidad que acaso le ha vendido una sociedad que ha roto con la modernidad.

Virginia, intranquila por el matrimonio de María, se fuga también, pero no busca, sólo parece una testigo de lo que ocurre y ella misma no se puede explicar qué ocurre. Hasta que un buen día, ¡pum!, se casa. No hay una explicación, sigue su instinto y lo decide intempestivamente. Se muda a Buenos Aires con su Rómulo, el fundador de una Romita ilusoria; ilusoria, puesto que Virginia se cree el cuento de que es un hombre extraordinario y fundador, empero no es más que otro ricachón sin un destino prodigioso.

Gonzalo (o Pombo) se muda a Londres, donde irá descubriendo paulatinamente ese ser suyo que es en realidad, no el que busca ser sino el que ya era pero no había podido manifestar hasta entonces.

Martín padre logra posicionarse en el ámbito literario. Martín hijo crece con intereses diferentes a los de sus padres. Él, apodado Pelé, gustará del deporte, acaso lo opuesto a la cerebralidad del padre. María es María: siempre alegre, compasiva, clemente, comprensiva. María la que ama la vida, quien elige vivir dejando que todo suceda.

La historia verdadera es sencilla, como dije. No parece haber algo que rompa el esquema. Ya no hay una anagnórisis o catarsis, como antiguo. Lo más trascendental acaso sea la muerte, lo que anima nuevamente la novela (mueren el abuelo-padre y el nieto-hijo), pues luego de leer cerca de doscientas páginas de intimidades —como si se leyera una revista de chismes (chismes literaturizados)— el lector se ha cansado también. Este juego de oposiciones, de rarezas de contrastes es complejo, no plano, es lo extraordinario de la narración, del estilo de Pombo.

Tras la muerte del padre, el matrimonio se muda a la casa familiar. Allí, Martín se convertirá no en ese gran escritor, sino un espectro solamente, algo de lo que se habla de pasada. Virginia se divorcia y vuelve a Madrid. Gonzalo regresa de Londres, pero ya no es Gonzalo; también, como su padre, el que se fue ha muerto y en cambio ha regresado este otro. Pelé ha cumplido el ciclo de la vida: nació, creció y murió.

Y nuevamente, las contrariedades de los personajes se vuelven un largo discurso hasta cerrar el círculo de la novela, pero no de los personajes que ahora parece que salen de las páginas y quizás viven al lado de nosotros.

Ahora bien, parecería que esta obra es excesiva, que sus múltiples significados desbordan. Habría que considerar que todo en exceso también puede producir un efecto negativo. Parece ser que Pombo tenía mucho que decir, y en su juego de oposiciones logró formular una obra extraordinaria que, no obstante, rebasó su propio sentido.

Por momentos parecería que se vuelve discursiva; así como también parece proyectar más allá la conciencia de sus personajes quizá hasta la demencia. Se repite una y otra vez, es reiterativo. Se trataría, en última instancia de un juego, en el cual uno puede terminar atrapado, y esa trampa hace que una novela prometedora se convierta en una oda al aburrimiento. No obstante, me parece extraordinaria. Hay que padecerla para gozar el placer de su lectura.

Para finalizar, habría que poner atención en el cuidado de la edición (e ir pensando en reediciones futuras), pues si su gran logro ha sido reformular un mito, también se le escapan muchas erratas o errores de dedo en ese desborde mismo del que Pombo abusa.

Ciudad de México, septiembre de 2015