Por Alejandro Izunza

 

I’ve been away from you

too long for comfort, not long enough

for safety. Safety would be

this island, a charred

bone, an ocean, a red stone.

MARGARET ATWOOD

Lunes. A veces no hay mejor cosa que un buen susto. Cuando nos vemos enfrentados con un peligro serio, aunque no sea real, como en este caso, apreciamos las cosas que tenemos. Ahora sé perfectamente que apegada estoy a la vida. MANUEL PUIG

Lo tuyo con Alicia es un monologo y una

locura. No quiero decir que hablar no sirva de

nada, pero también se les habla a las plantas

y no se casa con ellas.

PEDRO ALMODÓVAR

I

Esta historia que me contó Agustina, una tarde de lluvia en La Editorial, es sobre Leonora. Recuerdo a Gema cantando aquél viernes, después de la comida en la UNS, una canción de Mecano: “No me mires, no me mires…”; Esme, ese mismo día, me había pedido que subiera al cuarto piso con Maclovia, por lo de unos contratos. En fin, me recibió su asistente cuyo nombre no recuerdo ahora, acaso por descuido de la memoria, acaso por simple distracción. Ella, Maclovia, cantaba boleros, y llevaba un tubo en el mechón de la frente, para hacerse un fleco arcaico. No sé qué habrá pensado al verme, pero dijo algo así como “voltéate, voltéate, no me mires, no me mires”. Estallé de risa, pero tuve que reprimirla para no herir la susceptibilidad de nadie. No fue la primera ni la última vez que tuve que reprimirme algo allí.

Por ese tiempo leía a Manuel Puig y veía películas de Almodóvar. Creo que son dos sujetos que comprenden bien la COSA de las mujeres. Intenté mirar el otro lado de un jardín, sin embargo, quizás sólo he conseguido simplemente pasar un rato fingiendo que me conseguí una actividad.

Algo que no pude dejar de notar cada mañana, fueron las macetas con sus plantas que habitaban en el corredor de La Editorial, o del tercer piso al menos. Algunas estaban marchitas cuando llegué. Fueron reemplazadas pronto cuando me fui o sin darme cuenta ya eran otras. Debo añadir que esta historia es mitad femenina y mitad masculina, tal como la contó Agustina.

II

Ayer en la tarde me sentí cansada, fea como una cosa. Le dije a Javier:

—No quiero levantarme, creo que me hace falta vida. ¿Por qué no nos vamos de vacaciones?

Él miraba la televisión y masculló un “ajá” distraído. Volví a repetírselo, pero propuso mejor posponerlas para finales de año, so pretexto de visitar a sus padres en Morelia. Preguntó, como es costumbre, que cómo me había ido en el trabajo. Y yo pensé, “¿Pues cómo me habría de ir? Si siempre me va igual y todos los días cambiamos las mismas palabras”. Así que mejor le hablé sobre plantas, le dije:

—¿Sabes que las plantas son seres vivos, como nosotras? Yo sería una algo común, como el clavel. Otras mujeres serían más bien como el tulipán holandés, tipo 90-60-90, extravagantes; las abría de las que atraen miradas como miel a la mosca. Las raras…—pero él repetía “ajá” “ajá”, sin prestarme atención; así que mejor me quedé callada.

Pero a mí no me interesa para nada visitar a sus padres ni en Morelia ni en ningún otro lado. Lo que quiero es irme a descansar lejos de todo, sin tener que visitar a nadie ni hacer el fingimiento doble: por una parte, de quienes nos reciben, con sus caras largas como si les agradara nuestra presencia, pero que a cada rato miran el reloj y cuentan el tiempo que falta para que nos marchemos; por mi parte, de que me alegra llegar a un lugar donde sé que no me quieren.

Pero Javier siempre ha sido así, complaciente. Nunca se entera de nada, ni cuando alguien se mete en la fila del súper o del cine. Se queda callado con esa cara de niño, como

si le importara un pepino. ¿Es tan difícil entenderme? Sólo quiero irme. ¿A dónde? No sé, y ni siquiera sé si quiero que venga conmigo.

Hoy fue algo distinto, estoy segura. Me la pasé de maravilla con W. Fisherman. Me hizo reír a carcajadas. Sentí como han de sentir las plantas cuando alguien les da un poco de agua, les quita las hojas secas y les habla como gente loca e, incluso, me atrevería a decir, las escucha y las trata casi como una amiga. Algo tan raro cuando la cabeza siempre anda metida en otros asuntos de “supuesta” gran importancia.

La realidad es que una no elige ser planta y, peor aún, con lo que tendrá que convivir a diario, ¿no es así? Los monstruosos hombres y mujeres que caminan como bobas máquinas, programadas para ignorarlo todo, salvo el bendito trabajo.

A mí me encantaría ser distinta, florecer cuando me venga en gana y no cuando se espere algún brote de mí —¡Pero no soy planta, qué cosas pienso!—. Aun así quisiera decir que yo no he venido al mundo a complacer a nadie, porque soy una mujer completa; tengo la vida que quiero (aunque, en el fondo, no sepa qué quiero realmente).

Este profundo deseo de ser yo misma, distinta —¿por qué no decirlo?—, me ha hecho tomar una decisión: me marcharé a Nueva York. Javier no vendrá, estoy convencida, no quiero cuidarlo. Por mí que se vaya a su tierra purépecha. Que visite a papá, a mamá, a tía Gladis y a toda su prole.

Mi decisión le causará cierta molestia, lo sé, pero se quedará callado como siempre, sin decir ni pío. Entiendo que nuestros problemas se deben a una falta de comunicación; siempre es la comunicación rota. Todas me lo repiten a cada rato en la oficina

—Ese hombre te hará sufrir —pero yo les respondo—: Y qué, lo amo, ¿no es así como funciona? —Mueven la cabeza de un lado a otro y luego se oye—: No, no, no, pero bueno, allá tú sabrás, niña.

Ahora que lo pienso, Javier ha de estar en la cantina, y yo… ¿y yo?

III

Luzma llevó el otro día al trabajo una macetita pequeña, con un botoncito de rosa. Le comenté, sutilmente, que traerla a un ambiente hostil era una pérdida de tiempo —por no decir un crimen, o algo más insensato—; sería mejor plantarla en un parque o en el bosque

o adonde quiera que pertenezca. Trató de explicarme que en su departamento, los niños o el perro terminarían matándola.

Nunca he comprendido por qué a la gente le gusta adornar sus hogares con plantas. Tenerlas es sencillo. Difícil es cuidarlas. Yo prefiero no hacerlo. Javier ni un cactus quiere. Así no se puede, porque le he insinuado que compremos noche buena o tulipanes, que son de temporada y ni así. No se puede. Se conforma con su colección de gorras a las que les habla, como si fueran pericos que le respondieran.

Luzma me regaló la rosita. No me preguntó si me gustaría tenerla, dijo:

—¿Por qué no te haces cargo de ella? Tú no tienes ninguna, ¿no te gustaría cuidarla?

Resignada y convencida de que era un error, acepté. Pero no había pasado ni un mes, cuando la flor estaba más viva que yo. Ahora me siento seca. Necesito retomar aquel deseo de irme a donde he querido desde hace tiempo. Pienso en Nueva York. Tengo una postal enmarcada en mi escritorio, en vez de tener la cara fea de mi Javier. Me he pasado mucho tiempo haciendo un plan para ir. Y el plan es una forma de postergarlo; quizás sólo debería hacer la maleta y partir.

“Dejo mi flor, a ti, Javier, y tu estúpida colección de gorras. ¡Habla con ellas! Definitivamente me voy y me siento tan contenta. Hasta creo que me vuelve la vida”, fue lo que le escribí en una nota que después dejé pegada en el refrigerador, para que se enterara.

El vuelo se me fue tan rápido, que en un santiamén ya estaba en mi destino. Llegué con la genuina intención de encontrar algo; sin embargo, comencé a sentir que allí nada tenía buen color. Me di cuenta que debía volver a lo que era mío. Porque nadie hablaba mi idioma, es decir, nadie hablaba mujer, el inglés lo entiendo. A una pregunta sencilla como para llegar a la Estatua de la Libertad, ponían una cara de complejidad, que prefería que me dijeran que no me entendían; no se trataba de la estatua solamente. Y eso es lo de menos. Una vive soñando que todo es distinto, y sí, pero una vez que lo supe, quería regresarme.

Esperaba otra cosa. Quizá estar con Javier, que cuando le hablara me contestara con ese buen humor que tiene. Nunca me lo imaginé, y en esa ensoñación llamó W. Fisherman con la sutileza que lo caracteriza y me preguntó cómo marchaba todo, si lo que había mirado era eso que dibujé en mi mente.

Nada de eso, ni antes, ni después de la travesía. Si había merecido la pena hacer el viaje me constaba, mas dentro de todo, deseé tanto un pequeño detalle, compañía, una compañía que no fuera la soledad. Aunque preferí hacerlo así.

IV

Ay, qué pesado, tener que volver a la monotonía. Regresar a cuidar nuevamente mis cosas —qué extraña palabra, que designa todo y nada, así COSAS—, ser el objeto del deseo de Javier. Dejé atrás el pasado inmediato, “la vida está esperando”, pensaba. Soy lo que fui. Todo ha pasado tan fugaz, que al pisar este presente, las imágenes de Nueva York y la llamada de W. Fisherman, me parecen fantasmas. Sí, los recuerdos son mentiras que nos inundan. Me siento melancólica. Quizás la memoria de hacer un viaje con alguien que no fue conmigo. Quizás no me fui. Qué pesado…

Con Javier no esperaba milagros. Debía aceptar que no decido el futuro cuando se trata de dos. Sólo quería estar con él, sin hablar de nada. No quería revivir lo que, por mi propia voluntad, me trajo el destino —Háblame Javier, por dios.

Regresé a cuidarlo, pero ¿quién se preocupa por mí? Nadie tiene idea de qué me sucede. Al contrario, pasan sin decirme nada, acaso me echan una mirada. Por ejemplo, Javier me preguntó —Y tú, ¿dónde andabas?—, vaya cretino. Ni se dio cuenta que me fui casi dos semanas. ¿Qué hizo en todo ese tiempo? Probablemente hablar con sus pericos.

Los días se sucedían inagotables desde mi regreso. Mi gordo seguía sin entenderme; y ni yo a él, para serme sincera. ¿Por qué seguir juntos? Es difícil abandonar algo cuando nos creemos imprescindibles para que continúe. Eso ya no importa.

¿Por qué todo tiene que ver con servir a los demás, cumplir un papel? Lo único que quiero es hacerme cargo de mí, que dejen de mirarme como especie. No soy yo una planta. Quiero ser sólo yo, Leonora.

Pienso que poco se elige. La vida de una planta es efímera, igual a la nuestra. Una vez que muere, no vive más, así de sencillo. Y es que ya no hay de dónde tomar vitalidad. Al club de los humildes hemos de ir todos los que necesitamos alguien alrededor, los que tiramos besos sin amar. Los que, sin sentido propio, vamos de marcha, por Nueva York, por la vida.

Marchita estoy. Triste. Sin embargo me pregunto, ¿vivo, realmente, como se dice de cualquier persona? Canto mis canciones de Mecano y me vuelvo a reformular todo porque quiero gritar, disolverme en el ruido de la ciudad estridente. Quiero sentirme a salvo, refugiada en una isla, en mis propios huesos, porque ahora lo sé: estoy demasiado apegada a la vida, como para huir sin más. Creo que hoy comienzo a vivir en realidad.