Víctor Daniel López < VDL >

 

Uno de mis poetas contemporáneos favoritos es el español Antonio Gala, quien aún con vida, sigue embelleciendo los sentimientos con palabras y versos sublimes. Vivió gran parte de su niñez en Castilla, pero luego también en Córdoba. Vivió en Portugal y en Italia, llevando una vida bohemia que le permitió conocer el mundo del arte y las letras. Escribía poemas y artículos para revistas, pero no fue sino hasta los años noventa en que escribió su primera novela: “El manuscrito carmesí” con el que ganó el Premio Planeta. En diciembre de 2011, recibió el Premio Quijote de Honor 2011 por parte de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE). A lo largo de toda su trayectoria, Gala ha explorado el periodismo, el ensayo, la novela, el relato y el guion; y aunque quizá sea en la poesía donde menos se le conozca, a mi parecer es en donde resulta más placentero leerle. Su obra poética, mucha de ella publicada inéditamente, se resume a la siguiente: “Enemigo íntimo” (1959), “11 sonetos de La Zubia” (1981), “27 sonetos de La Zubia” (1987), “Poemas cordobeses” (1994), “Testamento andaluz” (1994), “Poemas de amor” (1997) y “El poema de Tobías desangelado” (2005). En cada una de las poesías el poeta plasma aquellas emociones y experiencias que lo han acompañado durante toda su vida, como imágenes que a veces parecieran cobrar movimiento y otras estáticas, pero que de ambas formas resultan radiantes y hermosas, logrando contagiar la sensación del instante con los olores que describe, con todos los rincones del mundo en donde ha puesto los pies, los colores que bañan al mundo, lo efímero de la vida y lo asombroso de la muerte; se puede sentir las lágrimas, la risa, volver a ser niño o imaginar la vejez; se alcanza a tocar la risa, llorar la nostalgia, ponerse tristes sin razón alguna o añorar un pasado que nunca fue. Los poemas de Antonio Gala logran arrebatar el suspiro de todo aquel que los lea; y entonces, dejar que el amor vuelva a sorprendernos… una vez más.

A mí, que tanto me gusta el verde, disfruto leer los siguientes versos de su “Soneto Verde”:

“Verde presidio y hondo, verde prado,

que a la esperanza indócil alimentas

con grama en flor, sonrisa de mi dueño:

suba la muerte y máteme a tu lado,

que esmeraldas, cantáridas y mentas

me han dispuesto un profundo y verde sueño”.

 Antonio Gala ha sido galardonado con multitud de premios y reconocimientos importantes, como el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca (1963) o el Premio de Andalucía de las Letras (2005). En uno de sus poemas más inspiradores y bellos, “Es hora de levantar ya el vuelo”, pareciera que uno logra despegar los pies del suelo para alcanzar tocar el universo y el centro de la vida misma:

“Es hora ya de levantar el vuelo,

corazón, dócil ave migratoria.

Se ha terminado tu presente historia,

y otra escribe sus trazos por el cielo.

No hay tiempo de sentir el desconsuelo;

sigue la vida, urgente y transitoria.

Muda la meta de tu trayectoria,

y rasga del mañana el hondo velo.

Si el sentimiento, más desobediente,

se niega al natural imperativo,

álzate tú, versátil y valiente.

Tu oficio es cotidiano y decisivo:

mientras alumbre el sol, serás ardiente;

mientras dure la vida, estarás vivo”.

Pero es “La acacia” el que resulta ser, por mucho, mi poema favorito de Gala, y quien lo describió por sí mismo como “una consecuencia de una destitución, pues nace cuando todo parece acabarse: a los veintipocos años uno ignora que la vida comienza, o se reinaugura, cada mañana. Y si no lo ignora, es igual o peor.” De éste, resalto el hermoso y triste segundo canto que puede ser acompañado mejor de una melancólica tarde de lluvia frente a alguna ventana que dé a algún parque, y con una copa de tinto ya vacía en la mano:

«Ah, si la hubierais visto… Si una tarde,

sentada en la ribera, la hubierais encontrado

ajena a su vibrante melodía

bajo la tarde, cerca de la acacia;

si a los pies del muro

encalado y los zócalos azules

os hubiese mirado de repente

a los ojos; si el soportal y el arco,

la verde lluvia, el ánfora y la yerba

indignos de ella os hubieran parecido;

si hubieseis visto el tiempo

que sorbe el corazón a las toronjas

ceñirse sin dañarla su cintura…

Ah, si la hubierais visto,

quizá comprenderíais.

Traía el mes de mayo entre los ojos.

Iba por mayo, libre como un olor,

liviana, desnuda como el agua,

y su andar era lo mismo que una rosa desbordante.

Iba alumbrando mirtos y gardenias;

redimía la noche con su gozo,

y sólo su presencia -os lo aseguro-

aderezó un jardín que no se acaba.

Su cuerpo era salvaje como un río,

huidizo como un río,

cuya fuerza se renueva a medida que transcurre.

Qué abandono tan íntegro:

nada hubo comparable a su entrega,

pues es casi imposible que los lirios silvestres

se abandonen así por los taludes.

Confieso que en la alcoba yo le daba

ricos nombres de pájaros exóticos,

y que ella misteriosa sonreía

como sonreiría una flor imposible.

Bien sé que, al leer esto, los censores

rasgarán sus opacas vestiduras;

pero quiero deciros que ella fue

un jazmín blanco en el follaje oscuro,

e innumerables sus caricias igual que el mar,

igual que las hojillas que presta

abril sin tino a los retoños,

y un sabor a esperanza le mojaba

los besos de cañaduz y menta a media noche…

Era tan bella que quizá el amor

no se atrevió a elegirla como víctima.

Acaso ya entendáis por qué ahora estoy ciego

como los ojos de quien a nadie aguarda;

de qué cielo he caído, de qué alado astro,

y este dolor en que me pierdo.

Ya no podrán mis versos otras tardes

de orilla a orilla atravesar las aguas inconstantes.

No hay esparcidas vides en los viñedos,

y el ruiseñor anida en la negra rama

enramada del silencio.

Por eso, si lo sabéis, decidme,

¿cabe bajo la tierra un corazón enamorado?

Pues ya comprenderéis, amigos míos,

que este amor es sin duda una historia muy triste».

 Antonio Gala, representa, por esto y más, a uno de los mejores poetas de la lengua española, siendo resultado de las raíces de sus antecesores poetas pertenecientes al Siglo de Oro. Pere Gimferrer, escritor, crítico literario y miembro de la Real Academia Española, escribió para el prólogo de la antología “Poemas de amor” (ed. 2002), lo siguiente:

Si hay algo verdaderamente duradero, elevado, hermoso y noble en el legado literario de la lírica en castellano es sin duda este tronco irrigador y fecundador de tradición poética -refiriéndose a Góngora, Cernuda, Lorca y Alberti-. En contra de lo que algún superficial detractor pudo creer, tal tradición nada tiene de meramente externo, de epidérmicamente colorista. Todo lo contrario: es una tradición que, por situar en el centro de su existencia la palabra y la imagen, dialoga directamente con la verdadera naturaleza de la poesía. La belleza conquistada es, aquí también conquista de la verdad”.

Por último, dejo este último poema, no para morir de amor ni para llorar, pero sí para darse cuenta que la vida, aún con dolor, puede resultar dulce, y los sentimientos, al liberarlos, convierten al mundo en un lugar maravilloso para pasar y quedarse:

“No por amor, no por tristeza,

no por la nueva soledad:

porque he olvidado ya tus ojos

hoy tengo ganas de llorar.

Se va la vida deshaciendo

y renaciendo sin cesar: la ola del mar

que nos salpica no sabemos si viene o va.

La mañana teje su manto

que la noche destejerá.

Al corazón nunca le importa

quién se fue sino quién vendrá.

Tú eres mi vida y yo sabía que eras mi vida de verdad,

pero te fuiste y estoy vivo

 y todo empieza una vez más.

Cuando llegaste estaba escrito

entre tus ojos el final.

Hoy he olvidado ya tus ojos y tengo ganas de llorar”.