Reseña de “La muerte del comendador. Parte II” de Haruki Murakami         

Por Víctor Daniel López  < VDL >

La segunda parte de “La muerte del comendador” de Murakami ha llegado nuevamente bajo el sello Tusquets Editores de Planeta de Libros, aquella historia que nos dejó con muchos misterios sin revelar, sumergida en secretos y quedándose muchísimos hilos sueltos. En la primera parte, nuestro protagonista, que terminó en una casa en medio del bosque, huyendo de un dolor y tratando de encontrarse a sí mismo (temática principal en las novelas de Murakami), había conocido a aquel vecino suyo con una personalidad parecida a la de Gatsby, naciendo con el tiempo una amistad profunda y extraña que habría de llevarlos a situaciones enigmáticas que estaban de alguna manera ligadas al pasado de ambos. Junto con los personajes que allí fuimos descubriendo, nos dimos cuenta que cargar con  secretos y un pasado oculto hace que muchas veces deseemos allí se quede, pero entre más lo ignoramos, más cobra fuerza en el futuro para hacernos entender las cosas que antes no éramos capaces de asimilar, y entonces nos obliga a abrir la mente y el corazón a las verdades que no queremos ver; el pasado cobra más y más fuerza hasta hacernos buscar en el interior nuestros miedos, nuestros deseos, mientras una campanilla suena a medianoche desde la oscuridad en donde guardamos todas aquellas cosas: para hacerse notar, para que no olvides. Te llama y te susurra al oído… “aquí estoy”… “aquí sigo”… “y aunque esté enterrada, me escuchas, porque lo más importante yace por siempre, jamás muere”.

En esta segunda entrega, el protagonista y Menshiki continúan tratando de desvelar los misterios que merodean en aquel bosque (la posible hija perdida de Menshiki, la pintura extraña de “La muerte del comendador”, la vida turbulenta y llena de enigmas del pintor Tomohiko Amada que se encuentra muriendo en otro lugar lejos de allí con un dolor inmenso del que nunca quiso compartir con nadie, pero que cobró vida durante la Segunda Guerra Mundial y los conflictos del Japón posterior, la pequeña Marie Akikawa y su tía que parecen más solas que los árboles del bosque, el dolor que carga el pintor sin nombre debido a su ruptura amorosa y a la muerte de su hermana ya hace tantos años, la propia presencia del comendador que cobra vida siempre por pequeños instantes para llenar de más duda al protagonista y conducirlo hacia su revelación, y que quizá termine siendo su propia sanación). Todo en esta historia resulta una metáfora, así lo apunta Murakami, como también todo lo es en la vida. Los elementos presentados y las situaciones que se desarrollan están cargadas de simbolismo, llevan uno u otro significado que al final, terminarán por mezclarse y así llegar a la revelación de todo. Pero a pesar de querer encontrar respuestas a todas las incógnitas, uno descubre al final que lo verdaderamente importante no es precisamente ello, sino el mensaje, lo que queda atrás, el proceso, el cambio y la transformación. En esta parte, todas las piezas que se plantearon sobre la mesa en el libro anterior, o casi todas, van encajando y embonando unas con otras. A veces deja de distinguirse la realidad con la ficción, pero da igual, uno lo entiende, pues sólo allí, en esa línea delgada, es que uno puede abrir los sentidos por completo, el alma y la consciencia. Las pinturas son parte de la historia, la ópera es parte de la historia, los sueños también lo son. Todos son la misma historia y todos tratan de decir lo mismo de alguna u otra manera. Todo está conectado con todo, nada es casual.

La lectura es fácil y rápida. A veces carga con momentos de tensión y de suspenso; otros, con instantes de silencio, detenimiento y contemplación. Los personajes están bien construidos. Y como dije antes, abundan las metáforas y las referencias, tanto históricas como artísticas. En conjunto, ambas partes de la novela terminan por ser una historia apasionante, y hasta pareciera, una de las más personales para el escritor.

En este desenlace, las ideas también se hacen más presentes, así como surgen nuevas también cobrando formas. El hombre del Subaru blanco, “cara larga”, el fantasma de Tomohiko Amada, o la mujer que parece ser Anna de la ópera “Don Giovanni”. Pareciera que el escritor japonés plantea la hipótesis de que el peso del pasado puede perseguirte por toda la vida, atormentarte y tenerte preso sin dejarte dormir, hasta que logres entender que solamente al hacer las paces con él, es que se puede seguir andando, que se puede seguir viviendo: libre, sin miedo, ni ataduras… con pasado y una historia… sí…de eso nadie se libra, pero sin ningún rencor ni remordimiento.