Por Víctor Daniel López  < VDL >

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Los ojos más melancólicos.

 

Voz de agave que se quiebra para entrar en las entrañas del público, y luego salir en forma de lágrimas, lágrimas que se acompañan unas a otras, las de la chamana y las de nosotros, las de todos los seres; porque todos sufrimos, es lo que dicen sus canciones, todos pasamos por desamores, todos vivimos pasiones, de esas que duran y apenas un segundo, pero duran (más incluso que un matrimonio); esos amores que se te cuelan hasta los huesos para después hacerte doblar del dolor, hasta casi matarte, pero al final, sobrevives, siempre sobrevives, te curas tomando tequila mientras escuchas a Chavela Vargas, y entonces, de pronto, un día, sin más, se te olvida, y entonces así es que vuelves a la vida. Sólo Chavela no pudo sacar nunca su dolor, sufría por ella, por la humanidad, y gracias también al serio problema que tenía con el alcohol (la única relación a la que le fue fiel). Ay Chavelita, por qué te nos fuiste, tú que comprendías perfectamente la ira y los celos, y que pasaste toda una vida buscando estar tranquila, más nunca lo conseguiste, porque te gustaba ir de aquí pa´alla, haciendo esto y lo otro, andando de juerga en juerga. Tú, que aunque no naciste en México, te considerabas más mexicana que los mismos políticos, que el mismo mezcal, que la misma bandera, porque sí, los mexicanos nacen donde les dé su rechingada gana, y tú siempre hiciste lo que te dio tu rechingada gana, sin depender de nada, ni de nadie, haciendo siempre lo que quisiste sin quedarte con ganas. Tuviste mil amores, te dedicabas a robar suspiros, miradas, de todo aquel que llegaba a toparse contigo, y lo que más te gustaba, era meterte con las esposas de empresarios y políticos, porque, cómo no, cómo Chavelita no iba a conseguir lo que ella quería. Ay, Paloma Negra, triste paloma, paloma libre, paloma viajera, tan aferrada estabas con tu libertad que al final el precio que tuviste qué pagar fue demasiado alto: la soledad. Aunque siempre rodeada de gente estuviste, te sentiste sola, todas las noches de borrachera, las mañanas de resaca, el tiempo que te perdiste en Morelos sin saber nadie nada de ti o siquiera si seguías viva; aquel entonces tú solamente deseabas despedirte de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón; pero al final regresaste a la ciudad y a los escenarios, con la promesa de no volver a beber más. Porque extrañabas tu gente, aquella que te comprendía perfectamente y te acompañaba en la amargura, la soledad, la nostalgia de sentirse viva, pero no a causa del dolor. Regresaste a nosotros, porque uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida, y tú amabas los escenarios, la gente con emociones, la música, la noche y la poesía. Amaste tanto la poesía que llegaste a intimar de una forma metafísica y superior con García Lorca, y entonces tu admiración por él se hubo convertido en un colibrí que siempre volaba para irse a reunir con aquel poeta, y así poder celebrar el arte, aquel que vive en la cotidianidad de las cosas y los instantes. Uno siempre vuelve a donde pertenece. Ay llorona, llorona que lloraba todo el tiempo, en cada suspiro, en cada canción. Llorona triste que nos hacías llorar junto contigo, y entonces tus conciertos terminaban siendo un diluvio de lágrimas, pero de lágrimas que nos habían sanado por dentro, lágrimas que limpian y se llevan el dolor que muchas veces no podemos encontrar deshacernos. Así fue, llorona, nos llevabas al río para llorar junto contigo, y nos tapabas con tu reboso cuando hacía frío, pero a ti, ¿quién te tapaba? Nunca lo supimos, ni lo sabremos, porque tú buscabas siempre otra cosa que nosotros no comprendíamos. Tú, golondrina de ojos negros, feminista siempre demostrando que la mujer es igual o incluso superior al hombre, y que fuiste la primera en subirse a un escenario a cantar sin miedo, vistiéndote nada femenina, como un acto de revelación, como diciendo «soy así, y soy mejor que ellos», y que lo demostraste también cuando ganaste el amor y cuerpo de mujeres como nuestra otra tan querida, Frida, o Ava Gardner o la novia de Emilio Azcárraga (cosa que te costó el veto en las discografías nacionales). Las mujeres te preferían a ti porque no soportaban ya a los hombres, siempre machistas, siempre tan hombres. Y tú por eso también idolatrabas a la mujer, que entre todas ellas, quizá a la que más amaste fue a tu tan querida Alicia, que te acompañó en tus peores momentos de soledad, en tu cura, y que gracias a ella es que te pudimos tener de regreso. Aun así, Macorina, también te hiciste amiga de grandes hombres, como de José Alfredo Jiménez, de donde sacaste toda la inspiración y con quien te gustaba ir de parranda en parranda a vaciar el tequila de todas las cantinas y bares de Garibaldi. Así también, te moviste en los mismos círculos donde andaban Jorge Negrete y Agustín Lara, y durante tu estancia en Madrid, hiciste profunda amistad con los más grandes de allá: Sabina, Almodóvar, Miguel Bosé. Ay Chavela, mejor vámonos, a donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga qué hacemos mal. Allí podremos llorar todos los males, alejados del mundo y sus penas y sus dolores, y entonces podremos consumirnos en nosotros y el alcohol y las lágrimas que van vaciando el alma del cuerpo. Ay, Paloma, hace cien años que llegaste al mundo para llorarle, y de tanto llorar fue que te fuiste matando de poco en poco. Pero aún perduran tus sombras, que no son oscuras, sino todo lo contrario, sombras que alumbran las noches insoportables de los que sí saben de amores y, por lo tanto, saben lo que es martirio. Aún ronda tu magia en la ciudad, por las cantinas y bares, por las calles angostas, en las borracheras, en las noches solas, allá también en Madrid; se pasean más vivas que los propios vivos, callejoneando por el todavía bulevar de los sueños rotos, pero en donde aún hay esperanza, para todos, siempre. Ay, llorona, tú qué deseabas morirte en martes, pero lo hiciste en domingo (al final no es como si uno pudiera decidir esas cosas), te fuiste, te nos fuiste. Ya han pasado unos años de habernos dejado, pero aún te lloramos, y te extrañamos, mucho, canija. Pero, aun así, cada día damos gracias a la vida por habernos dado la oportunidad de tener a la dama del poncho rojo, aquella que nos dejó despertar las mañanas tristes de resaca en sus brazos, después de las noches de ronda. Gracias de verdad por las canciones que nos has dejado, gracias por darnos tanto, Chavela, nuestra chamana, curadora de almas. Gracias.

 

No duerme nadie por el cielo.
Ya nos estamos cansando de llorar, y de que aún no amanezca.
Por eso, Dios, danos fuerza, que nos estamos muriendo por irla a buscar…