Prohibido morir en el Edén

 

Por Carla de Pedro

 

 

Y ahora vamos a hablar de la mierda que es el mundo. ¡Cómo si eso fuera una gran novedad! Y no es que a mí me importe mucho si el mundo se pudre o deja de pudrirse. Y como no me importa por eso estoy en el Edén. Pero con eso de que las manzanas (o la fruta que haya sido para no entrar en dilemas) estaban prohibidas y que nuestra madre Eva o Ixmucané (o como se haya llamado) decidió darse un antojo, el Edén se jodió y ahora es sólo un pedazo de jardín cerca de la facultad de filosofía.

Seguramente, el Edén está repartido por pedazos a lo largo de la Tierra, pero ¡Cómo se le ocurrió a Dios dejar un trozo cerca de filosofía! Y es que, no se crean, primeramente el Edén, el trocito que le tocó a filosofía, era bonito. Seguramente hasta tenía su pedazo de río (su riachuelo) y los pajaritos (esos que han emigrado y ahora habitan cerca de las ventanas del último piso de la facultad) revoloteaban por sus árboles y cantaban.

En ese entonces, los estudiantes de letras se reunían a fumar hierba y a plantear el futuro del mundo, ese mundo que se les dibujaba con aleteos de mariposas y se les antojaba utópico como canción de los Beatles. Pero esos eran otros, los ilusos, los ingenuos que creían que el mundo tenía solución.

Ahora, el Edén es sólo nuestro, de los perdidos, de los que sabemos que la esperanza, la utopía, el socialismo, la democracia, el Estado, la izquierda, son puras palabrerías sin importancia, puro invento como los reyes magos o el ratón de los dientes.

El Edén nos lo hemos adueñado los que sabemos que la utopía no es más que pura chatarra de libro de autoayuda. Y no es que seamos pesimistas, aún nos contradecimos, aún tenemos esperanza en el dolor y la desilusión. Y es que tenemos miedo al vacío.

Pero el Edén no es tan malo, digo, no pasó de ser paraíso a ser infierno. Sin el Edén nosotros no tendríamos refugio y por eso no me quejo. De vez en cuando las jacarandas color lila triste cubren el pasto podrido y crean un tapete, cual mariposas muertas, entonces parece que aún hubiera esperanza y reímos.

Así, el Edén se desdibuja en recuerdos ante nuestros ojos. Se desdibuja porque se va alejando, como cualquier recuerdo, pero, como cualquier recuerdo, es parte de nosotros.

Y si amamos los recuerdos, amamos el Edén, y eso es parte de nuestra contradicción. Pero el amor y el dolor no son contradictorios, los dos son parte de este mundo que se pudre ante nuestros ojos.

El mundo de por sí se pudre, eso es un hecho. Se pudre acá, en el Edén, y se pudre allá, en Francia, en Brasil, en China, en Estados Unidos, en Rusia; la diferencia es que aquí lo sabemos y nos reímos de eso y no nos preocupa. La esperanza, verde como los árboles del Edén, se cae a pedacitos acá y allá, pero nosotros, los perdidos, preferimos estar acá.

El Edén, después de la manzana, es el sitio del conocimiento, por eso Adán y Eva se cubrieron de hojas. Pero ellos eran otros, los avergonzados, los que veían el mundo yéndoseles de las manos y les daba vergüenza haberlo perdido. Nosotros somos los desvergonzados, no porque no tengamos vergüenza, sino porque no tenemos de que avergonzarnos; el mundo se les fue a ellos, a los que nos precedieron, nosotros no tuvimos la culpa y no podemos hacer nada.

Si estamos en el Edén es porque nos damos cuenta; porque sabemos que los sueños se deshacen en polvo, en cenizas de aquellos que soñaron y se descompusieron; sabemos que no hay más utopía posible que ésta; somos los conscientes, los que se burlan de los ingenuos, los que se refugian en sí mismos.

Por el momento, seguiremos recostados mirando las hojas caer en plena primavera; viendo el cielo rojo de sangre o gris de miedo o negro de muerte, teñido de nubes blancas o de estrellas que murieron hace millones de años y hoy son puros espejismos.

Y este mundo, esta porquería deshecha en nuestras manos, seguirá siendo la misma porquería con o sin nosotros. Pero nosotros seguiremos siendo nosotros con o sin el mundo.