El fantasma del Callejón del diamante

 

Por Carla de Pedro

 

Mis pasos en esta calle

Resuenan en otra calle

donde oigo mis pasos

pasar en esta calle

donde

Sólo es real la niebla.

Octavio Paz

 

 

Amo tanto a la Ciudad de México que siento que escribir esto es una traición. Quiero más a la ciudad que cualquiera, pues pocos de quienes la aman han tenido que vivir lejos de ella.

Una vez un hombre nos dijo, a él y a mí, cuando vagábamos y hablábamos con las personas por las calles, que “Sólo Veracruz es bello; pero solo, sin gente.”, desde ese día utilicé la frase muchas veces; era mi venganza contra ellos y, a la vez, un reconocimiento a la tierra, que no es lo mismo.

Y es que, en el fondo, amo a Veracruz y lo relaciono con el sur, ese sur que para mí es simbólico y que es, a la vez, el sur del tango; el sur del alma; el sur del mundo, cálido y apasionado, frente al mundo esquemático y frío de los países nórdicos; el sur de esta Ciudad de México, en el que nací y en el cual he vivido gran parte de mi vida; el sur del país, que es Oaxaca, Yucatán o Chiapas, pero que es sobretodo Veracruz, y que, en contraste con el norte mexicano, seco y de paisaje agresivo, está lleno de agua, de verdes, de vida. Qué suerte tiene un perro callejero si le toca nacer al sur, porque así la vida le da limones y le da limonada.

Ahora pienso, pese a mi afán misántropo, que en verdad el mundo no es nada sin personas, aunque a veces la gente valiosa se cuente con los dedos. También pienso que el amor a un lugar surge de la experiencia y la experiencia realmente significativa surge de la relación con el otro.

Al pensar en el Callejón del Diamante, lo primero que evoco es esa cafetería, cuyas mesitas yacen en medio de esa calle inclinada y empedrada, esa cafetería que me encantó desde que la vi por vez primera porque me hacía pensar, no sé por qué, en un café europeo, y deseaba sentarme allí a leer, como lo hice después en varias ocasiones. Esa cafetería me recuerda una conversación con mi madre, un viaje exprés con mi padre y mi hermano, que nos ayudó a limar asperezas, pero, sobre todo, ese café me lo recuerda a él, lo cual no es una sorpresa pues fue con quien más regresé a ese lugar, pues, pese a que tomamos café en todas las cafeterías de Xalapa, regresábamos siempre allí porque él sabía cuánto me gustaba ese sitio y deseaba complacerme en cada visita, tratándome como huésped, como amiga, como amada.

Recorrer las calles xalapeñas es lo más cansado cuando absurdamente traes tacones, pero es lo más bello cuando miras esas casas que parece que están a punto de caerse al barranco, o cuando descubres un río siguiendo, sólo con el oído, el murmullo del agua, en especial cuando ese oído es el suyo, tan fino, capaz de escuchar cada variante, cada tono, ese oído que conoce el alma de la música porque es la suya.

 

 

Quien sin conocer Xalapa viera únicamente el Callejón del Diamante, estaría conociendo la ciudad entera, porque en esa calle se concentra todo, como en un aleph, pues es así, tan inclinada, empedrada y colonial, tan llena del rumor que conforma la ciudad, tan llena de arte y artesanía, de aretes y música, de olores, de colores, de sabores, de gente diferente que casi nunca es de allí, y eso es lo bueno pues, como él dijo en una ocasión, la ventaja de Xalapa es que casi no hay xalapeños.

Ese callejón también me trae a la memoria la tienda de su padre que se encontraba casi terminando la calle, era un lugar lleno de olor a incienso, de buenas energías. Recuerdo cuando su padre me leyó la mano y me dijo que en mi vida habría tres grandes amores. Me entristece pensar, o quizás me satisface, que ninguna de esas tres líneas, a la orilla de mi mano, le pertenece a él.

No sé qué sentiría ahora si caminara por aquella calle, a sabiendas de que no la recorreré más a su lado, acompañando mi caminata con esa conversación inagotable, que fluía entre nosotros naturalmente, perdiéndonos en ese andar arbitrario, como Oliveira y la Maga, sin ningún horario sino sólo el nuestro; sin ningún camino sino el de nuestros pasos; sin ningún itinerario sino el de nuestra hambre, nuestro deseo de tirarnos al pasto de los parques, nuestro arrojarnos a un río, aunque arruinase mi vestido nuevo, nuestro cansancio y las ganas de volver a casa, la suya, que se sentía tan mía, a cenar una rica comida vegetariana cocinada por él, quizás a mirar una película o a escuchar un disco o sencillamente a seguir hablando como si no hubiese sido ya suficiente, y a tomar un vino, siempre un vino.

Me visualizo en esa cafetería, en esa calle, ahora, intentando leer un libro, tomar un café, fumar un cigarro; pero me miro entonces sin poder disfrutar el tabaco, saborear el café ni apreciar la riqueza del libro, esa riqueza que sólo él habría intentado comprender desde mis ojos y que la habría comprendido desde los suyos, para conjugar su lectura con la mía en una melodía complementaría que iniciara en nuestras voces.

Y si no puedo leer, sino puedo fumar ni beber café, es a causa de que esa calle ya no es mía, de que esa calle ya no es siquiera de Xalapa, ni de Veracruz, ni del mundo, sino que es suya. Me veo sentada con el sabor del recuerdo en la boca, sabor agridulce que opaca todos los demás sabores.

Me siento como la mujer de la leyenda del Callejón: en aquél lugar he muerto ya, pero sigo regresando, desde mi mente, como un fantasma.