Improvisación de un crimen

 

Por Victor Lowenstein 

 

 

Empuñando el revólver, entré al dormitorio temblando por la ofuscación. Luego de violar la cerradura y atravesar el vestíbulo, vi a Parodi durmiendo en su cama, con el velador de la mesa de luz prendido, y entonces me detuve. Recuerdo que le apunté; el obeso Parodi dormía profundamente entre sábanas blancas y la luz de aquel veladorcito le alumbraba perfectamente la cara regordeta; los párpados apretados, la papada floja. Sólo se oía su resuello sibilante. Un brazo por fuera de las sábanas aún sostenía, bajo la mano abierta, el libro que había estado leyendo antes de dormirse.

   Bajé el arma y traté de calmarme. ¿Qué sabía yo de él? Nada, a excepción del apellido. Y creer que debía matarlo, aunque sin conocer por qué. De los nervios pasé al miedo. Apenas recordaba mi propio nombre. Todo lo demás era de una vaguedad aterrorizante. Yo me llamaba Pablo. Eso sí lo sabía; nada más.  Hay millones de tipos que se llaman así, y es horrible que tantos otros tengan un mismo nombre porque eso vuelve a los hombres más anónimos. Es feísimo, pero yo estaba en ascuas. Así que salí de la pieza, me desencaminé fuera de esa casa y retorné a las calles igual de anónimas que mi nombre, para perderme en mi desconcierto.

   Vagabundeé por una extensa avenida horas enteras. Al atardecer, busqué el bar más miserable que pude encontrar y me refugié al final de la barra, donde pedí una cerveza y procuré olvidarme del mundo. Ya servido y aclimatado al lugar, a sus penumbras y olores rancios, me dediqué a mirar mi vaso lleno cabeceando a causa de un cansancio parecido al aturdimiento. Me interrumpió una presencia que se sentó a mi lado y me echó una mirada a modo de saludo. Una mirada nerviosa. El tipo era flaco. Tenía la cara marcada por la viruela. Vestía un impermeable gris. Sí, de algún lado ya lo conocía. Al oír su voz cascada, familiar, un estremecimiento me hizo volver en mí con un golpe de angustia.

          ¿Lo mataste?- Dijo por lo bajo.

   No respondí inmediatamente. La confusión me taladraba las sienes y ardía en mi pecho.

          Al gordo Parodi, idiota; ¿lo mataste o no?

   Apuradamente, asocié imágenes que vislumbraban alguna coherencia. El gordo-Parodi (que debía haber asesinado), mi interlocutor (¿Trelles, no se llamaba?), y yo mismo, Pablo… Pablo el asesino, el deudor y sicario. Tenía lógica, pero una lógica difícilmente descifrable.

          ¿Qué pasó, Pablo?

          Se complicó.- Me apuré a decir.

   Sus ojos nerviosos me inquirieron, pero no supe decir más. Me concentré en el líquido de mi vaso sin tocar. Tan quieto, tan sereno.

   Por unos instantes no dijo nada. Después anunció con un suspiro: “lo voy a hacer yo mismo. Espera acá”. Sin más se levantó del taburete y salió del bar. Sólo cuando lo perdí de vista murmuré: “Sí, Trelles”.

   Me quedé oculto donde estaba, casi contento de tener al menos un propósito en la vida: esperar a Trelles. Daba tranquilidad saber que debía quedarme allí y nada más, sólo esperarlo. Aunque me calaba los sesos un alboroto de ideas confusas, y el cuerpo me empezaba a temblar de hambre y fatiga. Al cabo de esa media hora que pasé en solitario pensando idioteces y cabeceando de tanto en tanto, tuve la impresión de que ese bar era mi verdadero hogar. Al ver entrar a Trelles, por poco voy a abrazarlo, pero me detuvo su cara pálida y los ojos como salidos de órbita. Se sentó como antes, a mi lado, y soltó un resoplido.

          Tenés las manos llenas de sangre.- Le dije.

   Se las miró, espantado. En el índice de la derecha brillaba una gota roja. Las palmas de ambas manos estaban teñidas de sangre ya seca. Se sacó un pañuelo del bolsillo, también coloreado en sangre seca, y se frotó con él las manos concienzudamente. Lo volvió a guardar en el impermeable y más calmado, encendió un cigarrillo.

   Pasó un minuto larguísimo.

Le alcancé mi vaso, intacto, y lo vació de un sorbo. Exhaló un lento suspiro, y sonriendo, me dijo por lo bajo: “Está hecho. Lo que pasa es que lo encontré despierto. Tuve que usar un cuchillo…”, y rio entre dientes.

          ¿Y ahora, Trelles?

          Vos tranquilo, pibe. Hay que dejar pasar unos días.