Hamlet y la representación cruel de nuestro teatro

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop 

 

 

Teatro al mundo para reflejarle sus carencias y virtudes. La bondad, sus demonios. Reflejo pálido sobre un cristal indeleble en donde nos acercamos para ver nuestras imperfecciones, y así saber de qué estamos hechos, comprender nuestra fragilidad y las cosas que nos rompen. Teatro para entendernos, para llegar al rincón solitario y alejado en donde se encuentra la razón de todas las emociones.

La muerte del rey de Dinamarca es el espejo que nos pone frente a nosotros Shakespeare para mostrarnos el lado más oscuro del hombre, y algunos de los demonios más aterradores: la muerte, la locura, la venganza. Claudio, personaje no del todo ficticio (recordemos historias como la famosísima traición de Bruto a Julio César en la Antigua Roma), ha traicionado a su hermano para arrebatarle no sólo su poder, sino también a su esposa, y privándole de esa manera de la cordura a Hamlet, quien a partir de entonces comienza a cuestionarlo todo a su alrededor: la naturaleza del hombre, la realidad creada a bases de mentiras; se pregunta sobre el amor, la muerte, las sombras que uno carga a causa de sus acciones. La traición a consecuencia de ambición y deseo, la gloria y riqueza, seguir los instintos primarios cual si fuéramos animales. ¿Somos hombres u otra cosa? Descubrir los secretos que se esconden bajo las faldas del verbo ser.

Hamlet, retrato melancólico del hombre perdido, busca vengar a su padre. El teatro dentro del teatro es su herramienta para acorralar a Claudio, así como el teatro dentro del mundo. Porque solamente cuando nos muestran las verdades en tragedia o comedia, aunque nos hagan reír con acciones torpes o diálogos sinsentido, seas el rey, seas el público o el lector de Hamlet, nos incomodamos. Y a veces reímos, porque entendemos todo aquello de lo que nos hablan, porque nos muestran a nosotros mismos desnudos, sin velos ni antifaces, revelando cada una de nuestras verdades. Así como Mozart también lo hace con su trilogía de ópera cómica, que hacer reír al espectador entre tanta confusión y disparates en sus historias: intercambian parejas, se engañan, combaten a duelo, mienten, se mueren, y el final termina en una fiesta donde todos celebran la vida, se perdonan, y el público aplaude y ríe (pero por dentro se sienten totalmente destruidos, puesta en exposición la desnudez de sus infortunios con los que viven día a día). Así también Shakespeare, máximo representante literario de la emoción humana, y que debió de ser uno de los pilares que décadas después traería el clasicismo: volver a los patrones del estilo artístico en las culturas clásicas para continuar haciendo arte. Y es que eso hace Shakespeare: se vuelve el nuevo escritor de tragedias, como en la cultura griega hacía muchos años lo fueron Sófocles, Eurípides o Esquilo. Las mismas emociones adaptadas al nuevo mundo de entonces. Y el mismo teatro de siempre, los mismos actores: nosotros.

Hamlet se encuentra presente en todas las etapas del mundo. Siempre ha estado con nosotros, él es nosotros. Cuestionamos la realidad y nos entregamos a veces a la mentira, otras a la locura. Nos dejamos llevar por los instintos y nuestra desconfianza. Hablamos con las sombras del pasado, escuchamos sólo aquello que deseamos. Y también somos los otros que evaden la realidad, como Gertrudis, o que evaden las consecuencias como Claudio; los hay quienes evaden también la vida misma, como Ofelia, nuestra querida Ofelia, tan bien representada por Waterhouse y por Millais, ahogada en el río no sólo por la locura que le provocó la muerte de su padre, sino quizá también por la desconfianza que habita en todo su derredor, incluso el amor (la única en toda la obra que por sí misma decide ponerle fin a su vida, a su mentira; quizá la única realmente valiente de todos): la mujer entregándose a la muerte, el humano regresando a de donde viene. La naturaleza abrumadora frente a la pequeñez del hombre, como los futuros románticos vendrían a exponérnoslo después. Nos engañamos a nosotros mismos como engaña el teatro a su público, y como Shakespeare nos engaña para poder acercarnos a nuestro pasado, el inconsciente, a las raíces que han ido creciendo bajo nosotros, enredándose, y siguiendo su camino bajo la tierra oculta, en donde no se les puede ver pero siguen creciendo para poder soportar un tronco más grueso y alto, a veces bueno, a veces malo.

A lo largo de la historia hemos tenido muchos Hamlet, algunos reales, otros ficticios siendo fieles versiones de esta obra de Shakespeare; desde el filme de Franco Zeffirelli, las múltiples adaptaciones teatrales respetando los cánones antiguos y otras en modernas versiones, las pinturas de Delacroix o Dante Gabriel Rossetti, hasta El Rey León de Disney o incluso en un capítulo de Los Simpson. Tenemos también la ópera de Ambroise Tomás con su alucinante aria de la locura de Ofelia, y las dos piezas de Tchaikovski en las que sirvió de inspiración y referencia esta historia. Lo que Hamlet fue en la literatura, quizá la Quinta Sinfonía de Beethoven lo fue para la música, pues lo que hace esta pieza es dar una sensación de lucha interna, el hombre contra sí mismo, el hombre contra la naturaleza, contra el mundo, el hombre tratando de recobrar el rumbo de su camino, y entonces así, seguir andando, cual viajero efímero en este eterno camino, misterioso, indescifrable, a veces con retorno, y otras no: nuestro teatro.