Una tarde de marzo

 

Por Raquel Besteiro Gestoso

 

 

La luz de la tarde comenzaba a declinar, cubriendo con destellos anaranjados las siluetas anguladas de los edificios de la ciudad. Los últimos viandantes que quedaban en las calles, caminaban a través de sombras alargadas, recortados con un halo dorado entre la neblina blanquecina que reflejaba los últimos rayos del Sol de marzo. Apoyada en el balcón de su apartamento, contemplaba los últimos estertores del día, envuelta en el humo grisáceo de sus cigarrillos. Entre bocanada y bocanada de aire, se maravillaba ante la magia y misticismo que bañaban la ciudad cada día a la misma hora. Como una pequeña tregua de color tostado que parase el tiempo, después de otra eterna jornada de bullicio, prisas y bocinas de coches. Por unos momentos, el silencio lo inundaba todo, interrumpido de vez en cuando por el eco de trinos de pájaros lejanos o el quejido metálico de las persianas de los comercios al bajarse. La ciudad, quedaba durante unos minutos en pausa antes de que los ruidos del día diesen paso a los murmullos noctámbulos de las zonas de copas y las farolas se encendiesen a lo largo de las aceras. Dio una última calada a la colilla y la arrojó por la barandilla mientras volvía al interior del cuarto, confiando en que el servicio de limpieza comenzase pronto su ronda nocturna.

La habitación estaba a oscuras, tenuemente iluminada por el anaranjado atardecer que se colaba a través de la ventana y la puerta entreabiertas. Una cálida brisa primaveral hacía bailar las cortinas, entre efluvios de mimosas y lavanda, que se mezclaban con el aroma a vainilla de los libros que colmaban las estanterías y rebosaban las mesas. Un vinilo giraba en silencio sobre el tocadiscos de mesa que ocupaba una esquina de la sala. Ella volvió a colocar la aguja al inicio del elepé y la voz de Nina Simone comenzó a acariciar las paredes de nuevo. Se sentó en el sofá y contempló la copa de vino medio vacía que reposaba sobre la mesita auxiliar. Un círculo incompleto de color granate a su lado, evidenciaba la presencia de una segunda copa y tal como pudo comprobar, esta descansaba ladeada sobre el suelo, con su contenido desparramado, empapando la alfombra persa que cubría el salón.

El vino se había mezclado con la sangre y esta formaba bonitas espirales rojas que giraban en un charco de alcohol al compás de Nina Simone I can´t stand it cause you put me down. Por un instante le pareció hermoso y divertido, antes de meditar sobre el tiempo que le iba a llevar reparar aquel desastre. Solía ser más original escogiendo los métodos para deshacerse de sus presas. Emplear una bebida emponzoñada, no entraba dentro de su estilo. Le parecía un gesto demasiado trillado y anticuado, que llegaba incluso a vulnerar las normas de cortesía. Sin embargo, aquel era su apartamento y estaba dispuesta a saltarse las leyes de la hospitalidad con tal de no ser oída por sus vecinos y causar el menor estropicio posible en su propia casa. Media sonrisa irónica se le dibujó en la cara al comprobar cómo la sutileza de sus planes se había disipado como los líquidos que teñían su bonita alfombra. Desconocía los pormenores del polvo blanco que había mezclado con el vino, pero por lo visto, los mareos debían de encontrarse entre sus efectos secundarios. O tal vez el propio Rioja por si solo había propiciando el encuentro entre la morena cabeza de su acompañante y la esquina de su mesa de ébano. Quizá nunca lo sabría, pero de ser así podía haber hecho pasar su acto por un accidente desde un principio y haberse ahorrado el trabajo y los buenos dineros que le supusieron hacerse con los polvos. Y blancos para más inri, como si no fuesen lo suficientemente cliché.

Podía fregar ella misma el parqué del salón, pero imaginaba  que tendría que deshacerse de la alfombra. No creía que fuese demasiado elegante presentarse con un tapiz ensangrentado en la tintorería. Esto le apenaba profundamente, era una alfombra roja y dorada tejida a mano, con filigranas exóticas y motivos florales, comprada en sus viajes por oriente. Quizá existiese alguna manera de cortar solamente la parte sucia, aunque sospechaba que llamaría demasiado la atención tener en su salón una alfombra a la que le faltase un trozo.

Situaciones como estas le hacían tener dudas sobre lo que hacía, plantearse si realmente todo aquello merecía la pena. Si compensaba tener que hacerse con una alfombra nueva, que pudiese reemplazar en calidad y belleza a su predecesora.