Un cuento chino, vely elotic

 

Por Barbarella D´Acevedo

 

 

“¿Qué quiele pala comel?”, me pregunta el Chino de China, en un español chapucero y de letras trabadas que a saber donde aprendió. Las “r”, siempre las “r”, se le traban al Chino, pobrecillo. “¿Qué quiele pala comel?” Y yo pienso en muchos de esos platos que me agradan: maripositas en salsa agridulce, rollitos primavera, arroz frito, chopsuey de cerdo con montones de jengibre, de aderezo. Vaya, lo de siempre, lo que cualquiera conoce de esa gastronomía. “El Chino lo tiene to´” asegura e insiste. Y yo estoy segura de que es cierto, chinito lindo de porcelana del oriente, color marfil. ¿Qué no has de tener tú, con esos ojos rasgados que prometen diez imperios celestes? “¿Qué quiele? Pídame lo que quiela”. Ay, si fuera verdad, que se pudiera pedir lo que una quiera. Es este un restaurante recién abierto, con paredes amarillas y columnas de madera roja, en sostén de un techo alto, en complicados arabescos de laca muy negra. Y por alguna razón, parece viejo, fuera del tiempo, podría decirse. Suena una música que invita a los goces sensuales de la carne, decadente, de esa Cuba que quedó muy atrás, en los años 50. El Chino entra y sale de la cocina. Y digo que entra y sale por expresarme de algún modo impreciso, pues solo un biombo con un paisaje en acuarela y tinta me esconde esa región confusa donde se cuecen olores y sabores. El Chino dirige a otros dos chinos, similares a él como gotas de almíbar, en la elaboración de exotismos de su tierra. Resulta que al final son solo, Tres Chinitos. “Este un restaurante bueno y balatico. Balatico, balatico. ” Tiene grandes peceras que no son de adorno, aunque también, donde el pescado que luego ha de comerse se exhibe vivo y coleando, de un modo que da gusto. Aunque le dará gusto a otros, porque a mí me pone enferma pensar, en esa carpa tornasol, que ahora se mueve de un modo elegantísimo en el agua, destinada a terminar en la olla de bronce donde se hierve el caldo en cien especias. Y me viene una náusea. Sin embargo disimulo como puedo. No quiero parecerle descortés al chinito. Y nada me obliga a la permanencia, así que si voy a decidir quedarme, es mejor no resultar inconveniente. Supongo que tengo el defecto de ser demasiado occidental por esa parte. Para comer cualquier cosa que se mueva, o se arrastre, o esté viva. “Pescado flesco. Pescado flesco”, repite y quiso decir pescado fresco. Pero yo lo entendí de todas formas, aunque no logro evitar una sonrisa. “Y caballitos de mal, escolpioncito al pincho, cucalacha, en sabol de mi tiela, o si bien lo plefiele masitas flitas de calne de latón, y pelo al vapol”. ¿Quiso decir acaso carne de ratón? ¿Perro al vapor? ¡Mi madre! Un chino cayó en un pozo… Intenta mi mente entretenerse en esa canción absurda, ante el recuento de las delicatessens que ante mí expone el Chino, con su verbo y su gracia. Pero las tripas que se hacen agua son las mías. O debería referirme a las tlipas. Ya ni sé, no estoy segura. Lo cierto es que me sube un buche entre amargo y ácido a la boca que lucho por volver a tragar con disimulo. Si no fuela por que este Chino, si no fuera, quise decir, porque este chino es lindo, como un muñeco para exponer en una vitrina, es posible que ya hace rato yo me hubiese ido de aquí con mi hambre a otra parte. Es lindo y me trata como princesa, hija de emperadores. No pierde ni un poco la paciencia ante mis devaneos y ascos por los manjares que me ofrece. “Tómese el tiempo que quiela, el que haga falta. Comel es algo muy impoltante”. Yo diría que es lo más importante, uno de esos eventos destacados de la vida cotidiana a los que apenas alguien les concede trascendencia. Pero yo sí. Yo sí. Aunque hasta ahora no logre superar mi miedo ante lo diferente. “Balatico, balatico, lo que usté quiela”. Por eso me atrajo este nuevo templo culinario, recién inaugurado en una calle por la que paso a diario. Un exotismo en esta tierra ávida de nuevos encuentros. Y no me importa ni siquiera que no tenga clientes todavía. Mejor si no viene nadie, así toda la atención es para mí. “¿Qué quiele pala comel?” Y el Chino es lindo, plecioso, y se ve apetitoso como una mandarina, listo para hincarle el diente, los dientes. “Aquí to´ es flesco, flesquito”. Sí, se puede ver que es fresco y de plimela. Ay, quién pudiera, casi suspiro. Y el Chino se sonríe, se da cuenta de mi desasosiego. “Lo que usté quiela. ¿Qué quiele pala comel? Pida lo que usté quiela”. Me incita. Y a mí me daría pena comunicarle lo que anhelo en verdad. Y lucho entre tímidas sonrisas. “¿Pescado flesco?”, me interroga. Yo niego con la cabeza. No es la carpa no, lo que apetezco, ni el pincho con entrante de caballito de mar, lo que me desazona. No, es otra cosa. “¿Qué quiele? Pídame lo que quiela.” Sigue su retintín. Ay, que Chino más bueno. Y al final me convence y lo señalo. Ese amarillo objeto del deseo. “Balatico, balatico”, me repite, con voz queda, como si todavía no entendiera, o sí comprendiera, pero sintiera vergüenza ante mi desvergüenza. Solo sé que abre mucho sus bellos ojos negros, como yo no pensaba que un chino de ojos rasgados pudiera hacerlo. Luego intenta sonreír una última vez. Se quita el delantal y camina con pasos lentos hacia la cocina. El biombo me deja ver casi con horror como la piel de su cuello cede a la entrada de los cuchillos que le clavan los otros dos chinitos, goticas de almíbar. Después me relajo al fin, desde mi llegada a este bello negocio, cede por fin esa triste incertidumbre de tener que realizar una elección. “Aquellos ojos negros”, se repite una y otra vez la misma música de fondo. Y espero a que por fin llegue a mi mesa el plato humeante. “Balatico, balatico.”