Reseña de la película “Magia a la luz de la luna” de Woody Allen

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop 

 

 

Hay quienes creen en la magia a pesar de saber que no existe, así como los que la hacen fuente de su existencia, viviendo en un mundo de mentiras e ilusiones para dejar de tener miedo o no intentar dar explicación a las cosas que no entendemos. Hay aquellos que se basan sólo en la ciencia y lo comprobable para darle forma y sentido a este mundo, por lo que no hay cabida de lógica para ideas seductoras que traten de explicar los misterios que no se descifran. Y los hay también aquellos que ven y sienten la magia en las cosas que parecieran ser las más simples y normales, siendo así capaces de admirar cuanta belleza sea posible en todo lugar, en todas las partes.

Stanley (Colin Firth) es un mago y escapista inglés que ha trabajado en los mejores espectáculos circenses de Alemania, un ilusionista capaz de desaparecer las cosas más grandes, o hacerle creer al espectador en aquello que conlleva un espejismo capaz de engañarlo, distraer su atención en el preciso momento y el preciso lugar para generarse el intercambio que no quiere ver. Él hace magia, pero sabe que todo se trata de un simple truco. En cambio, gusta de develar los misterios de los otros, sobre todo de aquellos que se hacen pasar por charlatanes aprovechándose de la gente necesitada e ignorante, sacándoles dinero, diciéndoles las verdades que solamente desean oír (o alejándolas de las que no). Sophie (Emma Stone) es una mística espiritista que alardea de poder hacer contacto con gente muerte, pasar la barrera dimensional que nos separa de todos aquellos que nos esperan. Una médium a la que todo aquel que ha perdido a alguien importante, contrata sus servicios para sólo así escuchar una última vez las palabras de sus seres queridos (porque el ser humano se miente tanto que es capaz de creerlo todo con tal de sentirse bien o de convencerse de haber tenido siempre razón).

Al escuchar de Sophie, el escéptico Howard decide viajar a la costa sur de Francia para conocer a esa mujer que disque dice hablar con los muertos, que lo sabe todo, que aparenta incluso saber del pasado de él y su familia. Así se conocen los dos seres más opuestos que puedan haber: él, arrogante y que sólo cree en lo que la ciencia dicta, se burla de todos los que no hacen más que reconfortarse en sus mentiras; ella que se dice ser espiritual, aprovechándose de las penas y esperanzas de los otros, pero sabiendo que sólo así las mentiras crean un lugar más cómodo y feliz para el hombre. Así comienza la lucha por desenmascararse uno al otro, él, sabiéndose intelectual por leer a Dickens y escuchar música de Beethoven, en su misión por hacerla quedar como una embaucadora; ella en su intento por hacerle saber que él también puede ser capaz de disfrutar de lo que llama “ignorancia” (darle los mejores momentos, ignorando la veracidad de las cosas, hacerle dudar por un instante, vivir un instante). Una lucha entre la razón y las emociones, la ciencia y el espiritismo. Woody Allen, con su estilo típico de contar historias cotidianas con la maestría de un mago que convierte lo cotidiano en extraordinario, sabe encontrar los más profundos misterios de la rutina, capaz de hallar la luz de lo distinto en lo común. El director vuelve hacer otra vez una obra suya más bien un capítulo filosófico sobre la verdadera esencia de la felicidad y sus límites. Son las verdades o las mentiras las que nos hacen sentir, disfrutar. La filosofía de Nietzsche, el pesimismo de Schopenhauer y las hipótesis nihilistas convergen en una lucha contra el existencialismo, hacer frente a lo que quizá la fe, la esperanza, el amor, y los sentimientos, nos hacen ser a todos realmente mujeres y hombres.

Magia a la luz de la luna en efecto trata sobre la magia. Y no precisamente aquella relativa al creer en otros mundos, el más allá, en fantasmas, conejos bajo el sombrero, elefantes que desaparecen, o en seres diferentes a nosotros; sino más bien la magia que habita todos los días en la repetición y en la diferencia, en el mismo o cualquier otro lugar. La magia del mar, la magia de la luna llena o en cuarto menguante a mitad de un cielo despejado y repleto de estrellas brillantes (a tanta distancia de nosotros), la magia de enamorarse, de la luz que cae sobre el rostro de una mujer justo a las siete de la tarde cuando se pone el sol; la magia de poder empaparse de lluvia, de correr, caminar entre jardines, de creer en todo lo que uno sabe no se puede creer, pero se hace, porque nos permite ser un poco más libres, y quizá a veces tontos, pero igual libres.

De esta manera, una vez más, un filme de Woody Allen vuelve a hechizarnos: con su guion, su estilo de contar historias, los colores cálidos en la fotografía de Darius Khondji, la música de jazz de los años veinte que siempre lo caracteriza. La magia del cine que nos hace vivir vidas ajenas a la nuestra, pero simpatizar con ellas, y encontrar algo de verdad ahí, algo de nosotros en los otros, en el arte. Y es que sólo así, creyendo en la magia, habremos de suspirar y sonreír cuando todo esto se acabe, cuando caiga el telón y se nos muestren entonces todos los trucos.