La atracción del engaño y la soledad moderna

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

El mal del siglo”. Así es como se les conocieron a los años románticos de finales del siglo diecinueve, décadas en las que el hombre, a causa de grandes cambios políticos, religiosos y sociales, se vio sumido en una profunda crisis ideológica, emocional y de identidad, lleno de confusión al quedarse sin saber de pronto qué o quién era ante el mundo que se transformaba tan de prisa y en una cosa que no lograba entender del todo. Fueron muchos los cambios y tanta la velocidad que tomó el mundo (con la Revolución Industrial, la producción en masa, el capitalismo y la desigualdad descomunal entre clases sociales), que fue ello preciso la causa de haber llevado al hombre a quedarse inmediatamente sin respuesta alguna a la pregunta que se ha venido formulando desde que puso los dos pies en la tierra; una respuesta que ya no radicaba en la religión, ni en la ciencia, tampoco en la política, la industria o la economía. ¿Cuál podía ser entonces? El ser humano se ve de pronto envuelto en una batalla frente a la inalterable atracción al abismo, una sed insaciable por resolver todo el misterio, aclarar la duda, arrojarse a la noche, al claro de luna desde la altura del acantilado sobre un mar de nubes que se expande para sólo mostrarnos que hay más mundo, que es infinito, y que nosotros tan sólo somos pequeños, diminutos, casi invisibles al no lograr descifrar los misterios que nos hacen ser quienes somos, y haciéndonos cada vez más difícil hallar la dirección que se ha de seguir para dirigirnos a dónde se supone que hemos de ir.

El hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad con la Naturaleza. Tras la gran aventura del Renacimiento y de las Luces, vencido Dios por la Razón, ahora el hombre percibe una nueva angustia, más desmesurada y más titánica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su temeridad, se la ha procurado.
– “La atracción del abismo”, Rafael Argullol

Pero aquel siglo terminó, y luego vino uno sumido de cambios aún mayores y en donde la respuesta a todo pasó a radicar en el poder, las guerras, en la dominación del hombre sobre el hombre. El siglo del terror. Y fue entonces hacia su final que se empezó a creer, con la caída del Muro de Berlín, que ahora sí se abrirían las puertas ante un siglo prometedor, lleno de esperanza: la luz regresaría después de la oscura pesadilla que significó el siglo veinte. No fue así. El terror sólo cambió de forma, y la nueva era tecnológica, de la mano con todas las redes sociales que habrían de llegar, y la Revolución Digital, sería la prueba de lo que pronto el hombre pasaría a ser testigo de presenciar: la resaca del odio, la composta utilizada para cultivar las emociones resentidas, el miedo y la angustia, la soledad que provocaron las guerras del siglo anterior, y esa falta de identidad que desde el siglo diecinueve quedó sin resolverse. Y ahora, además, una crisis moral, de ignorancia, la pérdida de carácter y una atracción del hombre hacia el engaño y la mentira, una farsa dominada por el absurdo de creernos lo que no somos y de ser lo más lejos que podamos de nuestra naturaleza verdadera.

 

Caspar David Friedrich

 

El siglo del engaño”, el mal del engaño. Estos son nuestros tiempos de ahora. Y basta para entenderlo con voltear a ver a nuestro alrededor para aceptarlo: un escenario en donde se representa un baile de máscaras y antifaces, muchos de aquellos rostros sumidos en la gravedad que causa el “estatus social”, el ente que gira alrededor de nosotros para poder encajar y formar parte de algo ajeno. Los rostros, en aquel baile, poseen la mirada baja ante un aparato que nos transporta a otro mundo, una dimensión en donde no se baila, sino se imita, se intenta ser; una batalla interminable por seguir el ritmo de esta bola de nieve que conforme avance, crece, y como crece, pareciera imposible detenerla o bajarse de ella. Un baile en donde continuamos por no tener el coraje de asomarnos al exterior para observar lo que realmente sucede, afrontar nuestra realidad con sus miedos y demonios, la verdadera lucha que está aguardando por nosotros. Un baile que, si nos detenemos a voltear a ver al de al lado, pareciera melancólico, solitario, pues veremos a cada uno sumergido en su soledad, danzando su propia música. Y si paramos a observar aún más detenidamente, resultaría increíble ver la cantidad que hay de gente sola, y rota, quebrada, pareciendo ser así la modalidad actual de vivir: sin sentir; siendo sonámbulos que caminan hacia la misma dirección donde todos caminan, por inercia y por presión. La gente, hoy, anda sólo en búsqueda de un placer efímero, hedónico, cosas que lo satisfagan en el momento, aunque duren poco y dejen un vacío inmenso que, para volver a llenar e ignorarlo, buscamos otras cosas nuevas que las suplan. Por ello es que ahora estamos más solos que nunca, incluso pudiera parecer más que en los días grises y melancólicos del Romanticismo (entonces sólo era una cuestión externa que impregnaba en el interior, ahora viene esa confusión desde nosotros mismos). El hombre romántico sufre por el mundo que cambia sin atreverse a cambiar él, por la verdad que no encuentra (la inmensidad le causa una nostalgia indescriptible y, asimismo, un vacío asfixiante”, expone Rafael Argullol). El hombre moderno sufre porque tiene qué cambiar él mismo tantas veces durante el mismo día. Y es precisamente allí que radica la soledad moderna: no sabemos qué queremos ni quiénes somos, nos engañamos con cuanta cosa prometa liberarnos en angustiosos discursos publicitarios y con tantas máscaras para lograr entrar en ese mundo de la tecnología y las redes sociales. Tratamos de opacar nuestra soledad y miseria en avatares falsos que nos creamos, y en donde ahí fingimos tenerlo todo: una casa bonita, un buen carro, los perros más lindos, una linda taza de café sobre la mesa junto a un florero de barro y un libro, fotos en la playa, fotos en la alberca, el gimnasio detrás, el mejor cuerpo y llenos de ropas de marca y los mejores relojes, embarrados de maquillaje como si fuéramos payasos de circo, con el mejor lente de cámara y justo a la hora exacta en donde la luz beneficie el mejor perfil que podamos ofrecer, y además, encima de todo ello, sumidos en una lucha de perros hambrientos de ego por ver quién logra presumir una vida “más perfecta”, “más llena de cosas” (porque si no estás en el juego, no existes). Volteamos la mirada de lo realmente esencial, preocupándonos en hacer crecer los cientos de amigos que tenemos en Facebook o los seguidores en Instagram y Twitter, y que de la mayoría de ellos no nos acordamos siquiera de sus apellidos, o dónde fue que los conocimos, o qué estudiaron, o qué hacen ahora; damos opiniones de todo como si fuéramos una enciclopedia y tuviéramos doctorados en todos los temas, y además, linchando la opinión del otro, porque solamente aquello en lo que creemos es lo que consideramos cierto y que viene de fuente fidedigna, el resto son mentiras (¡vaya falacia!). Además de todos los movimientos que están emergiendo, y que no digo que esté mal, sino que, si radican en el odio, entonces la mayoría de las veces se contradicen; así como muchos de los que se dicen ser activistas, pero la única rebelión y lucha que hacen es apretar el botón “compartir” en la computadora desde la comodidad de su sillón, y actuando de manera completamente distinta de lo que presumen de pensar. Y es que otra cosa además es cierta: en Facebook y en Twitter todos son perros que ladran pero no muerden, así como gente que opina pero no lee. Nadie es capaz de dar la cara, y todos los argumentos se basan en los memes (vaya nombre que se inventó), en las “fakes news” (¿por qué no llamarlo por nuestro idioma?), y en la basura que circula por las redes como tráfico de mierda, de río de aguas sucias, pero eso sí, somos incapaces de tomar un libro, leer la historia para entender un término y saber aplicarlo adecuadamente (no quedar como idiotas), escuchar las noticias o leer el periódico (¡da igual si se hace en un ipad!); pero leer, informarse, cuestionarse uno mismo si lo que se cree pudiera ser en verdad cierto o no. No depender de nada. Ni de nadie. Leer. Informarse. Tener pensamiento crítico, una mente objetiva, cuestionárselo todo y no basar nuestras decisiones meramente en sentimientos (creo en eso porque lo amo / no es cierto porque lo detesto). Vivimos en este mundo de engaño que nos vamos creando, este mundo que lo único que logra es hacernos sentir terriblemente infelices, falsos e hipócritas. Rotos y solos.  Muy solos. En constante peligro y con una vulnerabilidad que, por no tratar de ver, es capaz de llevarnos a las peores consecuencias; a un desastre total, como sociedad y como personas, alejando nuestra barca lo más lejos posible del “mar del ser”.

Argullol habla de estar pasando ahora por una epidemia espiritual. Nos alejamos de nuestro interior por acercarnos más a lo superfluo, lo material, lo banal. Y así, una vez más, es que se encuentra el hombre frente a las fuerzas de la naturaleza, el hombre frente al abismo, frente a la noche impotente y frente a una luna que lo ha acompañado durante toda la historia de la humanidad (viendo cómo nos hemos ido destruyendo entre nosotros). De nuevo el hombre solo. Perdido. No ha encontrado la respuesta que tanto lo ha mortificado y por lo que se ha visto inclinado mejor a escudarse en las mentiras y el engaño. El hombre desolado frente al paisaje inerte en donde se extiende un mundo capaz de mostrarle más mundo, más universo, y entonces así sentirse más y más pequeño, confuso. El hombre sumido en lo trágico, la desesperanza. La lucha por encontrar la respuesta a todo, la respuesta a sí mismo (él es la pregunta). Sufrimos nuevamente de una crisis de valores y, peor aún, de autoconciencia, en la que en lugar de ser libres, somos esclavos de la condición humana artificial, la que nos hemos inventado, la que nos está acabando. Ahora el péndulo vuelve a inclinar su balanza y nos encontramos frente a esa incertidumbre de la soledad del hombre frente al infinito, con la única distinción de que ahora nos vemos envueltos en mentiras y sin ser capaces de aceptarlo; volteamos la mirada, la dirigimos a otro lado, nos disfrazamos creyendo seguir en un cabaret donde la falsedad dura lo que la noche, y en lugar de lidiar tratando de hallar la verdad, como lo hicieron los románticos en su momento, tratamos de ocultarnos en una profunda e inalterable sumisión hacia la impenetrable atracción del engaño, allí en donde se encuentra este tipo de soledad moderna.

Edward Hopper