Reseña de “Viaje al fin de la noche” de Louis-Ferdinand Céline

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

Al final de la noche es siempre a donde el hombre ha de dirigirse para librar toda batalla, encontrarse después de haber andado tanto, en donde la vida toca su borde, y la oscuridad, que ha habitado tanto tiempo entre recuerdos y sombras, se vuelve más tenue. Y entonces, uno al fin es que alcanza a recuperar la vista. Al final de la noche, la vida; al final, también la muerte. Todos los caminos llevan al mismo camino. Nadie escapa, mientras todo se transforma, aunque uno crea que nada cambia. Y es que la vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche”.

No es coincidencia que Ferdinand se llame el protagonista de la novela, al igual que su autor. Porque en realidad, Viaje al fin de la noche no es más que el compendio vivencial de Céline: todas sus experiencias y memorias grabadas en la prosa de esta historia que habría de poner los cimientos en los nuevos estilos narrativos (“la generación beat”, afirman muchos críticos). Y aún con los últimos restos influenciados del naturalismo, el lenguaje moderno con Céline llega para transformar la literatura, y es que, a pesar de su lenguaje vulgar en ocasiones, la verdad es que en ningún momento deja de ser poético y de llevarnos por bien trazados acantilados para desde ahí contemplar un océano vasto de palabras que nadan en sintonía, peces en una misma dirección, para lograr cruzar el horizonte del verbo, la palabra, y entonces ahí dejar naufragar la imaginación y la poesía.

Todo esto adyacente a una historia sobre el hombre perdido, no en la oscuridad de la noche, sino en su propia oscuridad, su propia noche, porque ésta no se hace en el mundo con el sol oculto, sino con una fuerza interna que nace de las decisiones al saberse desconocido ante la vida, un rumbo que no es fijo y se bifurca con otros caminos. La inspiración que se pierde, como el Jep Gambardella de Sorrentino; tampoco es coincidencia la historia de este hombre con el mismo Ferdinand de la novela y con Ferdinand el autor, e incluso con el Guido Anselmi de Fellini, porque fue esta novela justo la que inspiró esas y otras muchas obras que han retratado la melancolía del hombre arrebatado de numen. Porque todos fueron hombres en búsqueda de ese final de camino, recuperar la belleza perdida, el amor que no se encuentra, o que alcanzó a vivirse por un lapso muy breve, pero que terminó marchándose para siempre.

La novela nos sitúa en los años de la Primera Guerra Mundial. Ferdinand Bardamu se enlista al ejército francés para combatir a los alemanes, intentando darle de esa forma un sentido a su vida. Pero es a consecuencia de los horrores de aquella lucha que sucede lo contrario y va dejando todavía más de vivir él mismo, porque en realidad nunca terminar por comprender del todo contra qué o quién lucha. Así termina encontrando una excusa por salir huyendo de Europa, embarcándose en una nueva misión a África y creyendo que ahí ganará sus batallas, no patrióticas, sino personales. Pero lo único que termina encontrando en ese exótico continente es el calor insoportable de la selva y los mosquitos que no lo dejan dormir. El ruido de los insectos por la noche que parecieran masacrar sus sueños. Ametralladoras en zumbidos, tal vez su conciencia, no, no es su conciencia, sino su alma la que zumba y revolotea. La discriminación, el hambre, las enfermedades, y la corrupción de los que lideran las muchas colonias francesas en África, terminan por decepcionarlo, así que vuelve a salir huyendo (los hombres siempre escapan de los lugares, pero muchas veces los lugares no tienen la culpa), y se embarca en un navío español con destino a Estados Unidos. Allí creerá encontrar eso que busca, no sabe si es tranquilidad o la libertad o quién sabe qué, pero lo busca. Porque hace mucho que lo perdió, y “la vida te obliga a quedarte demasiado tiempo con los fantasmas”.

La ciudad de Nueva York, muchos afirman, existe solamente para lograr realizar uno el sueño americano, pero Ferdinand no termina de entender el por qué. La compara con la selva africana, el ruido y los edificios hacen permear de nuevo una humedad insoportable que no deja dormir, ni vivir. Una ciudad en donde todo mundo va de prisa, y van sin saber por qué. Entonces ve Ferdinand que todas aquellas personas se encuentran todavía más perdidas que él. Nueva York, peor aún que la pesadilla vivida en África. Llega a describir Broadway de la siguiente manera: “Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio. Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que ni se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo”. Ahí también encuentra el amor, lo pierde, lo vuelve a tener. Y decide sacrificarlo todo por una sensación aún más grande y que no se explica qué es, que lo llama de vuelta a su hogar, a París.

La vuelta a casa después de la bruma de una ciudad que lo ciega y no lo deja ver más allá (“la vida esconde todo a los hombres. En su propio ruido no oyen nada. Se la suda. Y cuanto mayor y más alta es la ciudad, más se la suda”). Así regresa para convertirse en médico y seguir emprendiendo una lucha que nos llevará, por todas las páginas del libro, a los pensamientos más recónditos del personaje, esa maraña de confusión que no lo deja ser, pero es que ni siquiera sabe quién debe ser. Porque se encuentra envejeciendo, y ha perdido oportunidades sin ganar nada a cambio. Los años jóvenes han pasado y tal vez nunca pueda recuperar lo que se fue al llegar la noche. Una lucha de tantos años, para el hombre, que no sabes ni para qué seguir de pie, y “todo ello para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más precario, más sórdido”. El tiempo pasa, “es la edad también que se acerca tal vez, traidora, y nos amenaza con lo peor. Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad”.

La segunda mitad del libro, Ferdinand sigue su lucha, y viéndola al mismo tiempo a través de su amigo Robinson, quien ha seguido los mismos pasos que él: por África, por Estados Unidos, en Francia. Y entonces todo se vuelve un laberinto de mentiras y engaños (“la verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir”). La confusión apoderándose de ambos a causa de los personajes que los orbitan, por tan sólo intentar descifrar lo que es el mayor misterio para los seres humanos, más grande cuando se es de noche, a oscuras, y uno no es capaz de vislumbrar ni su propia sombra.

Estamos frente a una novela que fue resistente a los años, y hoy en día sigue siendo una obra maestra. Además de que cambió en cierto sentido la percepción de la literatura, una concepción de ideas que giran en torno a una historia que habla de la simple historia de un hombre. Una novela en constante movimiento, como el movimiento de Ferdinand a través del mundo y a través de su vida. Intentando llegar a un lugar, viéndose interrumpido por otros lugares. No se sabe a dónde ha de llegar, en dónde todos terminaremos. Pero mientras tanto, seguimos el viaje, permanecemos en constante movimiento, porque de lo contrario, morimos, y aunque quizá ese sea el único final que nos aguarde, no llegaremos como es debido. Una novela sobre una historia que no es sólo la Ferdinand, sino la del hombre, que viaja siempre a donde el corazón lo llama, y anda en búsqueda constante, a través de la aventura, de una verdad inalcanzable y que solamente podrá revelar cuando se despejen las sombras que yacen en la oscuridad palpitante de la noche, inquieta, en movimiento, a veces asfixiante como la selva africana, otras abrumadora como los edificios neoyorkinos. La noche larga, cambiante de formas, pero siempre, detrás de las máscaras y los sueños, el mismo rostro, la misma voz y la misma llama. De noche. Siempre de noche.

Acabábamos de llegar al fin del mundo, estaba cada vez más claro. No se podía ir más lejos, porque después de aquello ya sólo había los muertos.