La Bohème o La Muerte de la Juventud Eterna

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

 

Para Caro

 

”la bohemia, la bohemia,
éramos jóvenes, estábamos locos;
la bohemia, la bohemia,
ya no significa nada”

– Charles Aznavour

 

El amor es una estufa que nos consume demasiado. Como la juventud. Nos consume deprisa. El tiempo se va deprisa. El Mar Rojo nos empapa como los años, llenándonos de un frío que, mientras se es joven, no importa, porque se tiene un calor especial que viene de la libertad de los sueños, del amor, y de la amistad. Sobre todo, la amistad.

Los sueños que enaltecen al alma y le dan una fuerza insuperable, capaz de hacer sentir a uno invencible y grande. El pintor, el poeta, el músico y el filósofo. Viviendo el día a día, sin temor alguno, porque en esos años el miedo es muy difícil de dejarlo aparecer. Su sangre bohemia es la que da el impulso para arrebatarle a la vida los más grandes placeres, disfrutar de la mujer que más se ama, los amigos que acompañan a uno en el viaje largo e indescifrable del crecer, las noches que dan combate a las madrugadas para cantar, y el carnaval que llega a las calles para traer los días de fiesta, sintiendo tener todo el mundo y la vida por delante; los días de sonrisas, el vino que se esparce por la sangre para enaltecer, no sólo los sentidos y la inspiración, sino también las emociones y el retumbar de los corazones jubilosos y salvajes de los jóvenes que sueñan con comerse el mundo.

Escenas de la vida bohemia” de Henri Murger fue la novela en la que se basó Puccini para componer la ópera tal vez más representada en el mundo: “La bohème”. Puccini, el seductor, el compositor de las pequeñas cosas, el que nos conmueve y hace doblegarnos una y mil veces hasta hacernos doler, sacar todas las emociones del cuerpo, y llorarle a la voz, a la orquesta, a nosotros mismos, que nos vemos allá arriba, donde todo sucede: la magia y la tragedia, la vida, los sueños y la muerte.

Esta es una pequeña historia sobre la inmortalidad del amor y de la amistad”. La ópera es estructurada en cuatro actos, reuniendo en ellos, gracias a los libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa, las escenas más predilectas de la novela de Murger. Porque de eso trata simplemente, sólo de escenas, pinceladas que reflejan la vida bohemia de unos hombres que, aún sin dinero ni estabilidad, se dedican a dejarse guiar por lo que sus corazones buscan y anhelan, enamorándose del amor y del desamor, del calor que les brinda el hogar que han hallado en su amistad, y viviendo el presente con lo único que tengan entonces, sin importar nada más.

Así nos sitúan en el París de 1830. El primer acto se nos presenta a ese grupo de amigos, los cuatro mosqueteros, cuatro puntos cardinales que comparten su pasión por el arte, viviendo por y para él solamente. Y aunque apenas y tengan para comer, aunque el frío del invierno los inunde y desnude sus pertenencias, ellos se creen inmortales. Viviendo el azar cada día. Creyendo que nada nunca les pasará. Serían invictos por siempre, pensaban. Sería imperecedero aquel tiempo, aquellos días, «la época en que, cuesta arriba por la verde colina de la juventud, no tenían más bienes, al sol de sus veinte años, que el valor, que es la virtud de los jóvenes, y la esperanza, que es la riqueza de los pobres», como se establece en la narrativa de Murger. Esquivan todo problema, se burlan de la vida, viven a costa de saltarse las rentas y deudas, aprovechándose de las oportunidades que se les presentan y gastando el poco dinero que logran reunir en vino, fiestas y comidas galantes. Así deciden aquella noche ir a comer al Café Momus, para irse después de juerga por el Barrio Latino. Pero Rodolfo se queda. Y entonces es como conoce a ese amor único de juventud, el primer amor que se avienta con todo al cuerpo, encendiendo una vela en donde antes yacía sólo oscuridad y frío.

Así aparece la acostumbrada heroína pucciniana de la ópera (porque con Puccini siempre se trata de una mujer), pidiendo una luz que vuelva a encender su vela. Porque el invierno es muy crudo. Y pierde también sus llaves, como se pierde el rumbo cuando se descubre uno en el otro. Se apagan las luces, y entonces en medio de la oscuridad, aunque por fortuna es una noche de luna, buscan Rodolfo y Mimi las llaves, encontrándose ellos mismos a cambio. Rodolfo toca las suaves manos de ella (ese leitmotiv que volverá a emerger hacia el final cuando la mano cálida apague su fuego y se deje consumir por el frío invierno). Entonces, se presentan: el poeta que se dedica a escribir y vive como vive, y la chica sencilla que gusta de todas las cosas que hablen del amor, de la primavera y los sueños. El amor emerge de las palabras, y las notas van poco a poco envolviendo aquella buhardilla en un ambiente ensoñador que anuncia la venida de un sentimiento aún mucho más joven que ellos. Se enamoran en minutos, porque así es la bohemia: todo pasa tan deprisa sin que uno se dé cuenta. Deciden ir a reunirse a donde los amigos de Rodolfo le esperan, para seguir celebrando la noche que sigue alzándose con impotencia para traer música que los haga moverse, despertarse, sentirse más vivos que nunca, no sin antes cantar la pareja, al eco detrás de unas paredes en donde dejamos de verles, al “amor”, “amor”, “¡AMOR!”.

Y así, la segunda escena de Murger-Puccini llega, entre el jaleo y los tambores, en medio de flores, muñecos, cestos de naranjas y de libertad. Un himno a esa bella edad de engaños y utopía, en donde se cree y se espera, pues todo pareciera ser bello. Con la aparición también de la mujer que representa el encanto coqueto en medio de una primavera que, al igual que los bohemios, cree que le será eterno. Musetta. La galantería pasando de por medio y provocando los celos del hombre amado, la posesión de la mirada ajena en ella, la seductora, porque es ahí en donde deberían estar puestas todas las miradas del hombre. La juventud salvaje. La libertad que no permite atarse a nada ni a nadie. Y entonces, al término del segundo acto es que llegamos al momento quizá más sublime orquestalmente de toda la ópera: El vals de Musetta. Cantándole a la belleza con la fragilidad en un compás que parece andar sobre una cuerda al aire. Las noches frescas que pasan sin cambiar el cuerpo, y los bohemios, reunidos, que gozan de la juventud etérea que se respira en las calles, porque, ¡oh, juventud!, ¡no has muerto! Y cada vez que llames a la puerta, nuestro corazón irá a recibirte.

Pero la primavera no puede durar por siempre, y el invierno vuelve a llegar para el tercer cuadro junto con el trémolo de la nieve que cae en febrero, y junto con una joven Mimi, enferma, y los celos y el desamor que van consumiendo el deseo de los que antes habían logrado encontrar el calor en la luz de sus velas. Rodolfo no es capaz de salvarle de la enfermedad que la mata, porque no tiene dinero, porque no puede ser el hombre que necesita ella. Por eso decide dejarla ir. Pero se aman tanto que deciden permanecer juntos hasta que llegue de nuevo la estación de las flores, cuando el mundo revive de nuevo y nadie se siente verdaderamente solo. Y así lo prometen, cerrando, junto a Marcello y Musetta discutiendo acerca de la libertad, uno de los cuartetos más famosos, y dulcemente melancólico, en la historia de la ópera.

Llega el acto final. Los bohemios reunidos, y Musetta que ha encontrado a Mimi ya agonizando. Todos salen corriendo a buscar los medicamentos que logren liberarla de los brazos de la muerte, quedándose así nuevamente solos Rodolfo y Mimi, como al principio. Y ya en los últimos momentos del invierno, de la juventud, recuerdan cómo se conocieron, recuerdan los días bellos, las velas y las llaves, la bohemia. Pero Mimi no puede resistir al paso del tiempo, ni sus manos al frío, y entonces, cuando los amigos regresan y se unen a Rodolfo, sucede la verdad que tanto había estado esperando durante toda la ópera: la juventud es fugaz, y termina, como lo hacen todas las cosas. Mimi desfallece y muere, y los bohemios, reunidos, son testigos de aquel acto que los hará darse cuenta de algo mucho más grande que la muerte y que habían estado evitando durante mucho tiempo. Porque será solamente así, con la muerte de Mimi, que puedan darse cuenta de que la primavera no puede durar para siempre. Que todo se acaba, y el jolgorio de los años jóvenes cederá su tiempo para traer adversidades. Los cuatro amigos terminan por desmoronarse, quebrándose los sentimientos que creían álgidos en las cimas de sus caminos. Se dan cuenta de la delicadeza de la vida, que de verdad va en serio, que no puede tratarse siempre de un vals o de un carnaval. Que son frágiles, y pueden romperse. Los jóvenes de antaño dejan de ser jóvenes. Han crecido de pronto, de un golpe inmediato. Al final, se dieron cuenta de que ninguno era inmortal.

La juventud se ha terminado, y sólo se es joven una vez (como termina Murger). Los bohemios lo han entendido. Las manos cálidas se tornan frías; la música da pie al silencio. Empero, permanece encendida la luz de una vela alumbrando las siluetas de dos seres que se han amado tanto, y las sombras de un grupo de amigos que, después de haber sido jóvenes y haber crecido juntos durante varios años, permanecerán unidos para todo lo que venga después. Y es que, como dijo el poeta Rubén Darío en su Canción de Otoño en Primavera:
«juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver; cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer».

 

Act I – «Che gelida manina» – Luciano Pavarotti & Mirella Freni

 

 

Act I – «O Soave Fanciulla» – Luciano Pavarotti & Scotto

 

 

Act II – «Quando me’n vo» (Musetta’s Waltz) – Madelyn Renee

 

 

Act IV – Finale (Dmytro Popov & Maija Kovalevska, The Royal Opera)