Balsa de naufragio

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

Libro Relato de un Naufrago, Gabriel Garcia Marquez, ISBN 9789871138036. Comprar en Buscalibre

 

Sólo cuando el hombre se alejaba se me ocurrió preguntarle, casi con un grito:
– ¿Qué país es éste?
Y él, con una extraordinaria naturalidad, me dio la única respuesta que yo no esperaba en aquel instante:
– Colombia.

 

Fue el 28 de febrero de 1955 cuando al marinero Luis Alejandro Velasco le cambió la vida después de la destrucción del “Caldas” a mitad del océano, dejándolo solo frente a la vastedad del mar en un intento casi imposible de volver a tocar tierra (volver a sentirse en el hogar, como con alguien, no un lugar, sino la compañía de verse uno en el otro). El buque de la Marina de Guerra de Colombia no pudo soportar la ola que habría de quitarle su rumbo, poniéndole fin a la vida de los compañeros de Velasco y siendo éste el único sobreviviente de toda la tripulación. “No hubo tormenta”, aclaró después en las entrevistas que dio a García Márquez, pero, aunque esa frase tuvo una connotación más que política, la verdad es que las tormentas no tienen que ser siempre de viento; a veces adquieren la forma de sombras, mentiras con las que hemos vivido, muros que levantamos y vendavales de inseguridades que se levantan firmes sobre la mar de soledad.

Diez días son los que pasó Velasco como náufrago, sobreviviendo al terror que se tiene cuando toda esperanza se ha visto reducida a la creencia de que la única tierra que puede salvarnos tal vez resulte lejana e inalcanzable (otra tierra, otra patria, el hogar a la distancia que nos espera sin ser capaces de reparar en ello). Ignoramos a cuántos kilómetros nos encontramos de ti, a cuántos días. La utopía de los colores distorsionados para mostrarnos un solo pantone (porque no existen más: no hay diferencias, sólo una única verdad). Cuántos mares y caminos. Cuántas soledades y gritos de pueblos que se alzan ante injusticias. Largas horas interminables de nados sinsentido. Cuántas personas, como el marinero ahogado, amigo de Velasco, que se aparecen en ilusiones, producto de una mente agotada y enferma, con tal de sólo soportar la tristeza y, en engaño, ser compañía a la deriva. Tantos caminos y naufragios nos hacen preguntarnos si es posible que uno sea, después de tanto tiempo, capaz de volver a sentirse en tierra firme. Estar jodidamente vivo.

Sobre este hecho, a García Márquez se le encomendó la tarea de entrevistar a Velasco para escribir una crónica que habría de salir en catorce números continuos del periódico “El Espectador”. Y, después de haberse negado algunas veces, terminó por aceptar. Así fue como volvieron a salir los temores de aquel náufrago, revivir los días y noches de perdición. Los recuerdos del sol que iba destruyendo su piel, la sed que no lograba colmar con los pequeños sorbos de agua de mar (porque el agua que no es para uno no logra saciar la sed, y no todas las personas son agua de río para beber), la lucha por un pez con los tiburones que nos recuerda al viejo en el mar de Hemingway, el intento por devorar a una gaviota que logró dar presa (pero que al final no pudo comer porque las gaviotas son las únicas brújulas y amigas de los marineros), y de cómo sus únicos alimentos fueron un trozo de pez, una alga, la piel de su cinturón y la suela de su zapato. El hambre que lo agotaba, el cansancio de los días que pasan y se sabe perdido, que nadie lo rescatará: porque se está más solo que el reflejo de una luna sobre todas las aguas del océano al mismo tiempo. Extraña el calor de la compañía, las palabras. El recuerdo de su familia y de la tal Mary. Su vida ha llegado a su fin, no habrá nada más por lo que vivir, piensa, y así pensamos cuando sabemos que ningún suceso grande acontecerá de nuevo en nuestras vidas. Porque la belleza es una dádiva que se da el gusto de aparecer de vez en cuando, como también los hechos que tienen la valentía para callar las mentiras que la sociedad dictamina.

Y así pasan los días. La noche fría pareciendo interminable. El hombre desnutrido frente a la soledad del mundo. No hay nadie más. Sólo él. Y el silencio. La marea que arrastra las aguas en olas para confundir la dirección y perder el rumbo. El hombre ha olvidado el significado sensorial de la palabra “hogar”. No queda más remedio que rendirse, porque nunca volverá a suceder. Tal vez, sólo tal vez, la tierra sólo se pisa una vez, o como máximo tres. Pero la balsa es lo que lo mantiene alejado de la muerte, de morir ahogado, o ser carnada para los tiburones. La balsa lo mantiene vivo sobre la superficie. Aún bajo los rayos de sol que queman, en el frío de la noche, con el terror de la oscuridad de las madrugadas que se clavan en los huesos como cuchillas envenenadas. La balsa lo mantiene vivo y arrastrándolo, con ayuda del viento, hacia un destino que él ignora, pero le ha esperado todos esos días. Porque así sucede siemprelos lugares que nos redimen resultan aparecer a la vuelta de la esquina que menos esperamos.

Uno de los hechos que descubrió García Márquez en el desarrollo de esta crónica, y que cambió el panorama de la historia que hasta entonces ya se había contado cientos de veces, fue la revelación de la causa real del accidente del buque: la carga de contrabando ilegal encubierta por el gobierno, entonces actual, del dictador Gustavo Rojas Pinilla. Esta revelación, en la publicación de su libro “Relato de un náufrago” fue lo que le valió el exilio a Gabo de su tan querida patria, años que a partir de entonces tuvo que pasar en París (siempre París). Y es que a veces, se necesita ser valiente para decir la verdad, rebelarse y señalar las cosas como son; y también otras, como Velasco, o como varios hombres que se encuentran perdidos, para enfrentar los monstruos que por momentos nos hacen rendirnos ante nuestras pesadillas y doblegarnos ante la falta de esperanza.

También, a veces, no depende sólo de uno. Y es que hay personas que son balsas, y te rescatan. Hay personas que te dan de beber o que incluso son agua. Porque después de haber estado naufragando durante tanto tiempo, en el vaivén de las aguas, la marea que arrastra esa balsa, pisas tierra por primera vez después de mucho tiempo. Y la arena se siente tan suave, te sientes firme. Encuentras de nuevo el rumbo para dirigirte de regreso al hogar. Y se siente bien, realmente bien.

 

 «Después de la tormenta el mar amanece azul, como en los cuadros.»

 

«La balsa de la Medusa» de Géricault