Reseña de “Un recodo en el río” de V. S. Naipaul

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

 

El mundo es lo que es; los hombres que son nada,
que se permiten llegar a ser nada, no tienen lugar en él.

 

Desde hace tiempo el ritmo de los tambores de África me llama. Es como si fuera una melodía que atraviesa todo el océano para envolver mis sentidos, y entonces respirar la tierra que tanto amó Hemingway, la libertad de la sabana, los paisajes, el Kilimanjaro, las tribus con sus religiones e ideologías que no terminan de ser contaminadas del todo por el pensamiento occidental. Un ritmo que atraviesa el océano para contarnos historias de otro mundo que sin embargo radica en el nuestro mismo. Historias buenas y malas. De libertad y lo contrario. Historias de belleza imprescindible, pero también de una amargura que desgarra y acongoja. Historias que nos inspiran a ser libres.

Llegó hace unas semanas a mis manos el libro Un recodo en el río” del escritor trinitense V. S. Naipaul, Premio Nobel de Literatura del año 2001. Entonces fue que los tambores se hicieron sonar aún más fuerte. Pude oler la tierra para transportarme a la selva africana, a un país al centro de África, cuyo nombre no lo expone el autor pero que por las referencias dadas posiblemente sea la República Democrática del Congo. Con la historia sobre una transformación de un pueblo y una sociedad al querer modernizar África. Salim, el comerciante protagonista, va viendo cómo cambia todo alrededor suyo: El pueblo que se levanta en el recodo de un río; la ciudad que, con sus sombras, pareciera moverse para avanzar por sí sola hacia una dirección desconocida pero que se sabe insegura; la selva con sus ruidos y sus silencios. Metty, el esclavo, acompaña a Salim. También Ferdinand, a quien termina por acoger y ve en él la transformación que puede llegar a generar esa cosa que se llama educación. Y también está Indar, el incomprendido, porque no se halla en la África pobre y termina por compararlo todo con la Europa moderna. Esta es la lucha por emprender, una constante fuerza obligada a adaptarse. Pero los ríos siguen corriendo y los aviones pasando. Los aviones que nos llevan a Londres y vemos la yuxtaposición de ideas, imágenes, tecnología y conciencia social que diferencian a un país del otro (aunque por dentro no disten mucho).

Después de la independencia de aquel país, tras un golpe de estado, han tratado de liberar a la ciudad alejándola de sus verdaderas raíces. La cultura. La religión. La lucha entre etnias que se ven con ojos distintos, unos por ser africanos, otros por su ascendencia europea. La presencia que se dibuja sin aparecer de “El gran hombre”. El presidente liderando aquella modernización que pretende europerizar al continente africano con el proyecto de urbanización “El Dominio” que habría de traer el progreso y crecimiento económico que tanto necesitaban. La llegada de la industria que lucha por pretender alcanzar los más recónditos lugares. El orden que termina convirtiéndose en un desenfreno total y autoritarismo de terror (que con sutileza nos pincelan la figura del dictador Mobutu Sese Seko). El culto a la personalidad que se va impregnando en el aire de todas las calles. La importación y automatización de una serie de cosas que están siendo parte de la revolución industrial africana: como la cerveza, el vino, o la hermosa música, hasta entonces desconocida en aquella parte del mundo, de una americana llamada Joan Baez que canta con melancolía “Barbara Allen”. Y entonces, a veces, pareciera que no toda la modernización fuera tan mala.

Una historia que nos lleva al desierto, a la selva, a la sabana africana. Para palparla y palpar los sueños de los hombres que buscan tener algo que perseguir, aunque a veces también sólo se trata de sobrevivir. La pérdida de sentido. La carencia de identidad. El arrebato de las raíces de los árboles que han dado sombra a aquel lugar que emergió a orillas del río. El regreso a casa con su confusión de andar. Y a veces, aún con todo, sólo queda tristemente el huir hacia ningún lugar.