La noche de las noches en Phillies

 

Por Arturo Gómez G.

 

Extrañamente, la noche en la ciudad, la noche doméstica, la

noche oscura:

la noche que se cierne sobre el mundo; la noche que se duerme,

y que se sueña, y que se muere; la noche que se mira,

no tiene nada que ver con la noche.

Pues la noche sólo se da en la realidad verdadera, y no todos

la perciben.

Es un relámpago providencial que te sacude, y que, en el instante

preciso, te señala un espacio en el mundo:

Un espacio, uno solo;

para habitar, para estar, para morir –y tal el espacio de tu

cuerpo.

Jaime Sáenz

Hay una serie de los ochenta —la cual un buen amigo aficionado a la ciencia ficción me descubrió— cuyo argumento trata de un físico que salta, por un error de cálculo grave en su máquina del tiempo, de época en época. Siempre dentro de la temporalidad de su línea de vida. En cada salto al pasado ocupa el cuerpo de alguien más. Debe intentar cambiar el destino del cuerpo que ocupa y así corregir lo errado. De esta manera su conciencia experimenta el cuerpo de una mujer embarazada, de un anciano, un ciego, un mutilado, de un hombre negro en los años setenta; y vive los prejuicios de la sociedad estadounidense más conservadora, más sedienta y más radical.

En algún salto se encuentra dentro de un bar, habla con el cantinero acerca de la trascendencia de la propia vida, del destino, de la soledad, del deber frente al dolor, sobre la impotencia en medio de lo que llamamos libertad y sobre la felicidad de los demás de cara a la propia. El cantinero va dando respuesta y consejo a cada dilema existencial del viajero, intentando reconfortarle. En un momento lúcido, cuando está a punto de saltar de nuevo, adquiere conciencia de que ese cantinero es Dios y antes de preguntarle nada se desvanece de esa época y reaparece en otra, destinado a nunca regresar a casa. La idea de un dios cantinero que da escucha a los desamparados siempre me pareció un gesto demasiado humano, demasiado cercano y demasiado palpable. Aquella escena del bar era por supuesto una escena confesional. Como acudir a la iglesia y dar franqueza en la confesión. Aquel cantinero oficiaba el rito y el viajero vertía su pena en aquella copa que como dice el santo “derramándote te llenas y me levantas”.

Esto me lleva a pensar en la pintura Nighthawks de Edward Hopper y me pregunto ¿qué creen encontrar aquellos halcones nocturnos de Hopper al abrigo de estas sombras extrañamente iridiscentes?, ¿qué dios atiende tras la barra tras la que como polillas se agolpan estos personajes en aquella luz mantecosa?, ¿qué errores se cifran en el rostro hastiado de la única mujer en escena?, ¿qué peso arrastran los ojos del hombre que la acompaña, que le obliga a mantener la mirada baja?, y el hombre de espaldas, ¿a qué dinastía azarosa de vagabundos pertenece, de la que ha heredado la tradición ociosa de husmear en la colosal madrugada?

Acaso unas trinidades serán, una más humana: tendero padre, consternado hijo y vagabundo espíritu. Y la madre está harta de todos ellos, aburrida hasta la indiferencia. No puede ser de otra forma, pues afuera, tras el cristal, la depresión asola el mundo, la Gran Depresión. La fina transparencia de aquel muro vítreo parece servir de contención y equilibrio entre las tensiones de la noche que acecha y la luz que saca lustro a la orfandad dentro del local.

En la noche profunda sólo un dios que es capaz de servirte y escucharte recibe culto. En medio de la incertidumbre, a un paso de la guerra, cuando el hambre y el cansancio recrudecen, sólo entonces la luz adquiere su sentido más noble, aunque sea para iluminar nuestras decepciones, nuestras faltas y equívocos y desbordar un poco su manto a la calle. Pero es en la noche, la que se trasmina por el cristal hacia dentro bajo la forma de los sombreros y que proyecta su sombra tentacular en el rostro de este limbo de hombres, donde la vida verdadera discurre. Adentro el pasmo envenena. Adentro la saliva pasa el trago amargo de saber que aquella luz es artificial y habrá de empañarse.

Y el cristal, tenso, pornográfico, que no hace sino traslucir nuestra escasez. El sueño de una época que prometía un futuro más claro y más limpio. La miseria de aquella arquitectura del cristal, cuyo profeta fue Mies y que consagró nuestra intimidad al escrutinio de lo público por mediación de sus arquitectos evangelizadores. Cabalgando, frente a nosotros, como arriados por los cocheros del dios artificial; arrasando vidrio, cromo, metal, plástico, todas las carrocerías de la desnudez.

Lejos quedó la lumínica arquitectura de Suger cuya teoría del vitral imitaba la jerarquía de la luz propuesta por Aeropagita y permitía la entrada del haz divino y no su fuga. ¿Y qué nos quedó? Sólo el rayo de luz que nos embelesa y tras la ventana la noche, más quemante que nuestro mejor sol.

Pero nada es tan transparente que no refleje un poco nuestra condición. Si aquellos halcones nocturnos alzaran la vista ¿qué verían? No la noche cruda, ni al diminuto dios sino sus propios rasgos en la transparencia de un cristal que contiene a su época. Voltea a la ventana, dime ¿qué ves?, ¿qué ves tras el vidrio fulgente del celular? ¿qué ves tras el resplandor de la pantalla?, ¿a cuál dios estamos rezando? Ya no se columbra el horizonte que divide la noche en la tierra.

Sólo nuestro reflejo nos mostrará nuestra pobreza en este mundo, pero permanecerá sobre el cristal, aún al amanecer, con poca nitidez, pero fielmente, fielmente. Cada uno tiene un banquillo aguardando en Phillies. Se cobrará la cuenta, se apagarán sus luces ambarinas atrapa polillas, se cerraran las puertas y en el abandono dormiremos en la noche esperando las luces del alba, cansados por haber vagado tanto, escuchado tanto, bebido tanto.