Reseña de “La campana de cristal” de Sylvia Plath

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

Vivir en un tiempo en donde la mujer no tiene las mismas oportunidades que el hombre es como encontrarse atrapada en una campana de cristal. Vivir la misoginia, el movimiento precipitado del nuevo mundo tecnológico y de consumo, la depresión y el sufrimiento al no lograr detener la rueda que alberga a Esther mientras sigue rodando, como la ansiedad. Las ganas de gritarle al mundo que se joda, que se jodan todas las cosas y quede solamente la poesía y la literatura, pero no poder terminar de hacerlo, es como estar dentro de una campana que se dobla y suena y hace retemblar las horas para no dejar cabida a un sólo segundo de silencio y tranquilidad.

Así se siente Esther Greenwood, protagonista de «La campana de cristal«, única novela de Sylvia Plath y de las últimas obras que dejó antes de suicidarse el 11 de febrero del 63 metiendo la cabeza al horno hasta lograr asfixiarse con gas. Una autobiografía de sus emociones y el sentir de una mujer americana que luchaba para poder autorrealizarse, desprendiéndose de los dogmas que dictaba la sociedad americana sobre el papel de la mujer en el trabajo y la familia, privándose así de toda libertad. Esther desea escribir por ella, no para los otros. Y entonces, al darse cuenta de que el éxito es un lugar a donde se llega meramente por los aportes estéticos de la mujer y su “esfuerzo” por colocarse en los altos círculos sociales, pierde la verdadera razón de lo que hace, su camino y sentido, la pasión que nunca ha logrado desarrollar del todo por culpa del hombre, de la sociedad y de los otros. Porque en la campana de cristal uno siempre está solo. Y nadie te escucha, así sea lo más fuerte que grites.

La suerte no existe para Esther, y a cambio de ella, lo que le llega es la locura derivada de esa vorágine de pensamientos y sentimientos que no puede controlar, que no los puede dejar ser porque no le son permitidos, porque a una mujer como ella, se le atrapa hasta irla dejando marchitando lentamente. Para entonces, ya no hay salida ni vuelta atrás, por más intento que uno haga de detener el balancear del badajo. Y es que, como la propia Esther afirmaba, aunque le hubiesen regalado «un billete a Europa, o un crucero para dar la vuelta al mundo, me habría dado igual, porque en cualquier sitio -en la cubierta de un barco o en una cafetería en una calle de París o de Bangkok- estaría debajo de la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano«. Así, su campana termina convirtiéndose en terapias psiquiátricas por alejarla de las voces que escucha. Terapias de electroshock, enclaustrada con la esperanza de verse curar, de sentirse curada, para volver a salir. Lo mismo que a nuestra querida poetisa, quien escribía siempre con la melancolía de un alma que sabía apreciar la belleza y que, sin embargo, no se le permitió que ésta entrara a irradiar su corta vida de treinta años, y por lo que cuatro meses antes nos dejó esta carta de despedida que es “La campana de cristal” (entonces publicada bajo el pseudónimo Victoria Lucas), en donde ya nos advertía, quizá con la muerte de Joan, lo que pronto se venía. La mayor parte de su obra fue publicada en los años posteriores a su muerte. Los que tuvo en vida, los vivió vacíos, en su propia campana de cristal, mientras afuera de ella se iban cayendo todos los higos de su higuera verde, como el cuento. Se fue secando. Desnuda. Otoñal. Desesperanzada. Rota y quebrada por la mitad, nuestra querida Sylvia Plath.

 

Vi mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como si de un grueso higo morado se tratara, pendía un maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era un famoso poeta, y otro higo era un brillante profesor, y otro higo era Europa y África y Sudamérica y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y un montón de otros amantes con nombres raros y profesionales poco usuales, y otro higo era una campeona de equipo olímpico de atletismo, y más allá y por encima de aquellos higos había muchos más higos que no podía identificar claramente.

Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies.