Reseña de la película “El hijo de Saúl” de László Nemes

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

Hay cientos de películas que nos hablan sobre lo que fue la Segunda Guerra Mundial, y en específico, el Holocausto. Historias que ya hemos visto infinidad de veces y siguen repitiéndose. No está mal. Habrá que siempre hablar del pasado malo para no repetirlo. Seguir educándonos en los errores y los terrores que ha vivido la humanidad para aprender de ellos, concientizarnos. Películas que suban nuestras emociones a un grito tal que diga “¡no más, esto no puede volver a pasar!”. Pero en el intento del cine por crear una obra original, muchas se pierden, muchas vienen a ser lo mismo. Nos cuentan historias de la misma forma como ya han sido contadas multitud de veces.

Con el filme de László Nemes no es el caso, razón que sustenta el haber sido merecedora del Premio a Mejor Película Extranjera en la Edición de los Premios Óscar 2016 y los Globos de Oro del mismo año. Así como ganadora del Gran Premio de Jurado de Cannes 2015. El director húngaro nos demostró que se podía hacer una película más sobre una historia que a veces resulta ya un poco trillada (no un tema sin importancia, claro, nunca dejará de hacerlo), pues nos reitera que el valor del cine radica más allá de la trama: en la unión de los elementos que lo conforman. La interdisciplinariedad que, bien lograda, es capaz de exprimir cada gota a la obra que, desde la concepción de la idea, tuvo siempre en mente el artista. Resaltar elementos perdidos para poder enaltecer la emoción es quizá la cosa más extraordinaria de El hijo de Saúl”.

Y es que, a pesar de que la historia es sencilla (muchas veces lo sencillo resulta lo más complicado y profundo), lo que da el mayor valor a este filme es la técnica, sobre todo esa edición de sonido que hace ponernos a nosotros, espectadores, en la piel del protagonista Saúl (un sonderkommando del campo de Birkenau), para vivir y sentir todo lo que va experimentando al tratar de darle, sin importar las consecuencias que eso le conlleve, una sepultura digna a un niño que fue víctima de las manos nazis (no de la cámara de gas, porque no alcanzó a perecer allí, sino después al rematarlo como si se tratara de un animal).  Busca sólo darle una ceremonia simple, pero digna. La dirección de cámara es otra cosa espectacular, porque pareciera que la cámara sigue a Saúl sobre sus hombros, y la pantalla no es otra cosa que su propia vista, aquella que se posa en los puntos fijos que para él son su objetivo, tratando de esquivar las pesadillas que le suceden alrededor (y por eso tampoco las vemos en el plano abierto: los nazis, la gente que muere, los niños, la muchedumbre, la sangre, los hornos, el campo, las cámaras… todo parece difuminarse, y entonces lo único que vemos nítido es lo que ve el hombre que trata de ignorarlo todo con tal de sobrevivir). Porque tal vez si prestara demasiada atención, no lo soportaría.

Por ello es queEl hijo de Saúl”, más que una película visual, es totalmente sonora. Vemos con los sonidos, cada ruido se escucha transparente, detrás nuestro, a un lado, a lo lejos. La maquinaria, el ferrocarril que pasa, los gritos aterradores de las víctimas que están siendo asesinadas en las cámaras o balaceadas en las trincheras, la herramienta de los presos que trabajan la tierra y los barracones, los susurros de los compañeros que traman cosas con tal de sobrevivir, las pláticas de los alemanes como en un idioma que pareciera inentendible y ajeno al ser. Escuchamos como escucha Saúl, y eso es lo que nos hace estar allí también, que se nos enchine la piel, que no sepamos lo que sucede, el terror de que todo puede terminar en cualquier momento, ir descubriendo lo que va sucediendo. Los sonidos, cada uno, que perfectamente cuadra con la cámara y el guión, son la propia banda sonora del filme. El corazón se nos acelera porque sentimos que alrededor nuestro todo va sucediendo. Somos parte de eso.

La película, que por lo mismo no es tan gráfica como otras (también no hace falta porque lo hemos visto ya muchas veces), resulta más sincera y conmovedora. A paso lento todo sucede tan rápido. Y entonces, para cuando llega el final con aquella escena del niño que aparece y va a perderse al bosque, nos deja un mensaje simbólico de esperanza. Quizá no todo estuvo perdido. Sólo dos veces el cuadro de la cámara se amplía hasta lograr abarcar toda la escena. Dos escenas que van ligadas una con la otra, como este camino que a todos nos concierne: la muerte, y la vida.