Por Alejandro Izunza

 

El otro día, mientras regresábamos al trabajo —el Inquisidor conducía y Jules miraba por la ventana—, recordé algunos versos de Bonifaz Nuño, porque a Dani ese día se le antojó escuchar “La chancla”, en la poderosa voz de Jorge Negrete. Me enteré de dos cuestiones ese día: que no soy el único que disfruta de una buena canción ranchera y que tengo memoria.

Llegamos tarde a todo y si estamos puntales es sólo para encontrarnos a través de los otros en la muerte. Así me pasó con la poesía de Bonifaz Nuño, llegué tarde a ella, porque siempre he sido un lector despistado; y entre Jorge Negrete, José Alfredo Jiménez y Cuco Sánchez, me hicieron escuchar de otro modo lo mismo.

Tuve en mis manos Albur de amor por primera vez hace ya casi diez años. Algo en él me hizo surcos en el alma, pues me era asaz familiar. Esta familiaridad me llevó al recuerdo de la música popular mexicana, en cuyas letras rondan muchas veces los dichos, los refranes y el albur.

Ahora me he convertido, medianamente, en un lector atento de la obra de Bonifaz, a pesar de mí mismo; y he seguido lo que sobre él se ha escrito, aunque sigo teniendo un corazón despistado; pero me llama la atención ese acercamiento que a su obra se le ha dado desde lo especializado, como lo vemos en los trabajos de María Andueza, Claudia de Valle-Arizpe y Alfredo Rosas Martínez, por citar muy pocos versados auténticos.

Mis inquietudes, sin embargo, responden a una constante angustia no mitigada, opuesta a lo que los especialistas se preguntan; y he guardado durante largos, puercos años, la inquietud sobre si las cuestiones populares, como el refrán o el dicho, incluso, los corridos o la canción popular, encuentra entre los versos del poeta, cabida; pues, como es fama, el registro lingüístico del cordobés abarca cosmogonías y mitologías antiguas, de lo popular a lo culto, tan basta que no da cabida casi a lo nulo.

Esta inquietud mía es más terrenal y menos perversa en su proyección, menos que hollar símbolos y designarles otro significado. No habrá complacencias, escribo amargo y fácil; de Bonifaz se dice que fue un sabio.

Aurelio González observó alguna diferencia entre la poesía popular y la poesía tradicional en dos manifestaciones musicales: el bolero y el corrido. Apuntó que el

primero corresponde a la poesía popular y el segundo a la tradicional, dado que en el primero ha quedado algo fijo que la oralidad repite, mientras el segundo permite una variación, que también la oralidad repite. Apunto estas notas porque pueden dar validez a mi planteamiento, es decir, si en el terreno de la música se dan estas manifestaciones de lo popular y lo tradicional, también se da en poesía.

Ecos de bolero o corrido hallamos en estos versos; una voz poética se escucha y pone en juego al amor y a veces gana o no gana nada.

Aunque bien sé que no me extrañas

aunque tengo la razón, me acuerdo:

el cáncer terminó; te ausentas

por todo lo mal que supe amarte

Esa misma voz poética se confiesa y le habla a una segunda persona, casi en tono coloquial; de este modo, el tono llano y sencillo permiten la fácil repetición de estos versos, casi hasta uno piensa que se trata más que de un corrido, de un romance:

Ya fui desventurado cuando

estuviste aquí, y en el momento

donde te vas me desventuro.

La sola ventaja de estar ciego

es acaso no poder mirarte.

No sé cómo se tomará que afirme que así me suenan algunos poemas del cordobés, como a canciones de José Alfredo Jiménez, aunque no haya sabido expresarlo con mejor prosa. Pero cómo no escuchar resabios de otra presencia, de otras voces, si él utiliza con precisión estas palabras cuando se dirige a ella, la presencia femenina, y la llama “ingrata”; o cuando dice “malditas palabras”, o cuando afirma “se sufre aquí, pero se enseña”.

Su poesía (si no toda, sí la de Albur de amor) me parece una especie de canto de cosas sencillas y elementales, que además se transforman en la descomposición, pues en “malditas palabras” encontramos como complemento “devastados / joyeles en traje de hoja seca”, donde ese complemento funciona como metáfora.

En el poema diez del Albur, “Aunque me emborracho por perderte / o me atiborro de estar hueco / de ti”. Arde, sabe amargo al leerlo, como si se quejara de la amada, o mejor dicho, de la presencia femenina, que puede ser poesía, mujer, tradición, ciudad, memoria. O cuando canta:

Amachado, me aguanto. Miento.

Te buscaba, y no. Para cumplirte

vengo a llorar, como los hombres,

en donde no haya nadie. Así me quiebro,

porque doblarme nunca supe.

Realmente a uno se le antoja salir a una cantina a echarse un trago de poesía. Jugar a comprender alguno de sus múltiples significados, desentrañar, por ejemplo, el poema dieciséis cuando concluye así:

Perdí el albur, pero me sobra

el valor. Lo escribo y te lo firmo:

lloro por las sotas, pues bien sabes

que los caballos me dan risa

Seguramente los hermeneutas creerían que he perdido la razón, pero realmente me remiten esas últimas palabras a esa canción que escuchaba en la radio mientras regresábamos al trabajo —y el Inquisidor conducía sobre la Avenida de los Insurgentes mientras Julius miraba por la ventana buscando a la amada imprecisa: “Una sota y un caballo, burlarse querían de mí. Mal haya quien dijo miedo, si para morir nací”.