Mañana me convertiré en ciprés1: recordando a Sei Shônagon

 

Por Carla de Pedro 

 

1 En El libro de la almohada, Sei Shônagon se pregunta por la predicción que carga el árbol asunaro, cuyo nombre literalmente se traduce como: “mañana me convertiré en ciprés”.

 

 

Acercarse por medio de la literatura a personas que vivieron hace mucho tiempo en un mundo completamente diferente genera en los lectores una impresión peculiar. ¿Habrán pensado aquellos individuos en lo que serían algún día para nosotros, que los miramos desde un sitio tan distinto y que, no obstante, los imaginamos aquí y ahora?

Es curioso que los inicios formales de la literatura japonesa sean tardíos (comienza hasta finales del siglo X de la era cristiana, la literatura anterior era más bien de tradición oral), pero más curioso es que esta literatura se origine con la pluma femenina.

La razón de este fenómeno es que en aquél entonces los hombres solían escribir en chino por considerarse a ésta la lengua culta, mientras que las mujeres escribían en su propia lengua.

Se dice que la primera novela escrita fue Genji Monogatari de Murasaki Shikibu, cuyo título, incluso, ha sido traducido como La novela de Genji. Shikibu, además de esta gran novela, escribió un diario en el que menciona, en algún momento, a otra mujer, también escritora, talentosa e ingeniosa, aunque algo engreída: Sei Shônagon.

Shônagon es la creadora de dos géneros dentro de la literatura japonesa: el zuihitzo, que significa “al correr del pincel”, que es un género ensayístico que evoca emociones, transcribe observaciones y detalla apuntes autobiográficos; así como el del monozukushi que consiste en la elaboración de listas.

Se sabe muy poco sobre la vida de Sei Shônagon, lo único cierto es que sirvió en la corte de la emperatriz Sadako durante la década del 990, lo demás son especulaciones. Se creé que nació en el 966 y que era hija de un estudioso y respetado poeta.

En realidad no importa mucho lo que diga la historia sobre ella, pues para saber su vida es mejor conocer su obra, ya que en ésta, ella retrata su acontecer cotidiano.

 

Tuve el placer de acercarme a El libro de la almohada de Sei Shônagon gracias a un profesor que, en clase de Literatura Maya, nos hizo leer desde a Asturias hasta a Tolkien. En esa clase que algunos llamaron de locos, el maestro nos pidió escribir un poema alejandrino donde comparásemos el Popol Vuh con El libro de la almohada. Fue en esta lectura forzada que me percaté de lo elegante que es que los dioses, antes de aparecer, estuviesen ocultos bajo plumas verdes y azules. La lectura simbólica me había vetado la hermosura de la imagen que Shônagon, entonces, me revelaba. Y es que hay cosas que en nuestra vida cotidiana han dejado de asombrarnos.

Lo primero que noté al leer a esta escritora japonesa fue su sensibilidad sensorial, su capacidad de percibir los aromas, los colores, de apreciar la suavidad de las telas, la belleza de las gotas de lluvia que han quedado sobre las hojas de las plantas.

Debo confesar que en aquella época decidí elaborar mis propias listas en las que, como ella, enumeraba lo que amo, lo que odio, lo que me parece hermoso, lo que me parece deprimente…

A Shônagon le agradaba encender un incienso y recostarse un rato, así como lavarse el cabello y vestir ropas perfumadas aunque nadie la viera, esto me hizo identificarme con ella, pues yo disfruto de encender una vela olor a pino y recostarme a escuchar música, también me gusta cepillarme el cabello recién lavado y sentir el aroma del champú. Creo que todos tenemos pequeños rituales estéticos, aunque el ritmo de nuestras vidas no nos permita llevarlos a cabo muy a menudo.

En su libro La lentitud, Milan Kundera relata cómo en una carretera, un hombre con afán de rebasar al narrador se molesta y grita, mientras la mujer a su lado se une a su enojo; el narrador se pregunta ¿por qué esas personas no disfrutan del paisaje tan hermoso que las rodea?, ¿por qué no conversan entre ellos e ignoran al idiota que les estorba?, si, como lo presupone el camino que sólo lleva a un hotel, están de vacaciones, ¿por qué tienen tanta prisa?, ¿por qué han convertido la posibilidad de un instante bello en un momento tan desagradable?

La verdad es que las prisas rutinarias nos han vetado los momentos de tranquilidad y disfrute.

En la sociedad de Shônagon la vida era muy diferente. En su introducción a la Novela de Genji de Shikibu, Xavier Roca-Ferrer describe ampliamente el tipo de sociedad en la que estas mujeres habitaban. El conocimiento de la poesía, la capacidad de tocar un instrumento musical, los abanicos hermosos, la ceremonia del té, la caligrafía impecable, el incienso en las ropas, eran elementos de suma importancia para esta sociedad gustosa de exaltar los sentidos. Así también lo eran el ingenio, la capacidad de improvisación y de conversación y, sobre todo en los hombres, el dominio de los juegos de mesa.

 

 

Podríamos decir que esta sociedad cumplía con el fin del nec-otium (negocio), que, como bien señala Ortega y Gasset, es el otium (ocio), puesto que el ser humano antiguo buscaba reducir al máximo el tiempo empleado en el primero, para poder cultivarse en el segundo.

Shônagon, como puede leerse, aprovechaba su ocio en todo momento, ponía en su entorno su atención absoluta y disfrutaba de cada conversación, de cada galanteo, de cada ceremonia. Por medio de sus letras nos acercamos a las tradiciones de su cultura a través de una mirada delicada: su apreciación por las carrozas decoradas, por la gente que arranca las hierbas, por las mujeres que tiran las peinetas y se ríen; su voz nos aproxima de manera personal al mundo que la rodeaba.

Pero así como su sensibilidad la llevaba a juzgar negativamente a quien no otorgaba propina al mensajero y a conmoverse con el canto de las aves, esta dama de compañía se metió varias veces en problemas por no quedarse callada, pues expresaba sus opiniones de igual forma a damas, caballeros e incluso a la misma emperatriz. Cuentan que su actitud la llevó a pasar un periodo de reclusión y abstinencia alejada de la corte, como castigo por ofender a la emperatriz al emplear el vocablo kurashinikanekeru, “haber sido difícil de soportar”.

No obstante, parece que la emperatriz le guardaba estima, pues no sólo estuvo Shônagon a su lado hasta que la soberana murió, sino que en varias ocasiones la gran dama alabó su ingenio y procuró sus consejos.

La inteligencia, la sensibilidad y la sutileza con que Shônagon aborda casi cualquier tema en su Libro de la almohada, nos permiten conocer su visión del mundo y su posición en el mismo.

La verdad es que Shônagon tuvo una vida privilegiada que le permitió dedicarse a la observación, al deleite y al desarrollo del pensamiento y de las sensaciones. Podría decirse que llevó una vida envidiable.

Se cree que al dejar de servir a la emperatriz, esta escritora se retiró a la vida espiritual budista.

No sé quién fue Sei Shônagon en realidad, todo lo que digo no son sino especulaciones, ni siquiera sé su verdadero nombre, puesto que se le conoce por su rango en la corte, sólo conozco un montón de fragmentos y, a partir de estos, estoy armando una historia.

Pero me pregunto si no somos también nosotros un montón de fragmentos, sino nos conformamos de impresiones, de ideas, de emociones; sino es nuestra memoria una acumulación de instantes, una lista de las cosas que amamos y las que odiamos.

Shônagon sigue sexistiendo, pese a que haya muerto hace siglos; pero ya no es ella, es alguien más, es algo más, es desde cada mirada, desde cada momento de la historia, desde cada lectura personal y subjetiva. Y mañana, mañana se convertirá en otra cosa, aunque ella ya no lo sepa.