La noche de las peras

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop 

 

 

«Ésta es la noche de los pechos», se estremeció don Rigoberto, se estremeció Brausen, me estremecí yo. ¡Maldito Onetti! ¡Maldito Mario! La noche de los senos, como lunas blancas resplandeciendo a la oscuridad de una noche a finales de verano (triste verano, ¡siempre el maldito verano!), como dos peras dulces, jugo de almíbar, el placer fermentado. Era la primera vez que nos veíamos (o eso creíamos). Tú vestías tu falda azul que te llegaba a las rodillas, cubriendo tus piernas flacas, bronceadas como si estuviesen empapadas del color de la arena que deja la ola cuando regresa al mar. Tu blusa rosa, tus brazos largos, tus manos más calientes que el sol de verano. Tu cabello negro hasta la cintura, negro como los ojos negros con que me mirabas mientras yo te confesaba mi vida entera: todos mis secretos, mis mejores recuerdos, mis miedos, mis vidas pasadas, mis muertes, mis amores y dolores y la música que escucho, platicándote de los viajes que me cambiaron, de mis poemas, las historias de mis novelas, todo, todito todo te confesaba en tan sólo unas horas, mientras afuera los grillos cantaban briosos de contentos, y las ranas como si hace mucho no hubiera llovido allí en esa casa tan alejada del mundo y de lo real, lo cotidiano, lo normal. Tú me mirabas, y me escuchabas (pareciendo que hasta me leías la mano), y yo te veía y oía tu silencio porque nunca nadie me había puesto atención de la forma en que tú te encontrabas frente a mí con la mirada más abierta que las palmas extendidas de las manos del desierto. La noche más oscura, la luna no alcanzaba a entrar por la ventana, pero veía lo que sucedía, y no era que estuviera cambiando el mundo, aunque algo de razón ha de tener el verso de «Piedra de Sol» de Octavio Paz. Cambiaba tu aire, y mi sangre, y los cuerpos que en una noche perdida logran reconocerse a mitad de cientos de vidas vividas, y otras más todavía por pasar, porque lo que uno ha llegado a tocar lo reconoce después cuando se besa, aunque sean otros labios, otros cuerpos, otras manos. Nos pusimos de pie, tú me abrazaste, y yo te estreché todavía más hacia mí. Los dos así, los dos tanto tiempo como si hubiesen sido todos los abrazos del mundo encerrados en ese instante de noche, noche clara, sagrada, noche de revelaciones, de confusión y deseo. «Contigo siento misterio», me dijiste. A lo que yo te respondí: «contigo siento algo raro que ya había sentido antes, hace mucho, muchísimo tiempo. Tú tienes algo». Y el abrazo siguió como siguieron las luciérnagas del verano brillando allá afuera. Te acariciaba la espalda, tú me acariciabas el alma. Y sí, nos besamos, como sólo por comprobar lo que habíamos descubierto, que nadie nos engañara, que no dijera la muerte que sólo era una trampa. Y no lo fue, vaya que no, todo era real porque la luna y las luciérnagas y las estrellas seguían brillando allá afuera, y la noche sobre nosotros, dentro de nosotros, fundida en nosotros. El beso que logra succionarle al otro las venas, las arterias, los huesos, cada órgano, vaho para la vida eterna (puede que al final creo que sí tenga razón Paz: “si dos se besan el mundo cambia, encarnan los deseos, el pensamiento encarna, brotan las alas en las espaldas del esclavo”). Al terminar, nos miramos, y otro abrazo, y otro beso, y las manos con las manos, la frente y frente, las narices jugando, las lenguas envenenadas, idiotizadas como si estuviesen poseídas por algún demonio del Hades. Afuera, la lluvia y las ninfas, todo brillaba. Así que salimos. Jugaste conmigo, me agarraste de las manos y me pediste nos aventáramos a la piscina donde la luna y las estrellas y las luciérnagas, las farolas de la casa y las farolas de los sueños, nadaban. Nos lanzamos, el agua no estaba fría ni hacía viento. Yo no sentía miedo, era como estar de alguna forma en casa, no la casa de cuando se es niño, ni la que se  construye uno, sino la casa de donde venimos y a donde hemos de ir, la casa-centro, la casa-mágica, resplandor infinito que da luz a todas las cosas que iluminan en este mundo, como tus ojos y tu pelo negro, largo como tus piernas y tus brazos, y tus manos morenas que se aferraban a mí, me quitaban la playera, me acariciaban la espalda. Benditas manos que me salpicaban de agua, como niñas traviesas queriendo jugar. Te montabas en mí, a mi espalda, sobre los hombros, y entonces los dos caíamos y nos sumergíamos en el agua, donde tú me sujetabas las mejillas para atraerme hacia ti, besándome inmersos allí bajo las olas de Nun, entrando el líquido en nuestras bocas y revolviéndose con la saliva y el sudor y las lágrimas de la noche que lloraba y lloraba. Nos besamos tanto mientras reíamos, mientras jugábamos, cantábamos, nadábamos, andábamos y andábamos. Te subiste en mí, de frente, abrazando mi cintura con tus piernas, tus brazos alrededor de mi cuello, y decías mi nombre, uno que yo había olvidado hacía mucho tiempo, y entonces también me vi: en ti, en el reflejo del cielo sobre el agua, en el agua que entraba en nuestros cuerpos. Me imploraste que te dejara ser mi niña de Schiele, que te pintara desnuda, pero no con pinceles ni óleo ni carbón ni acuarela ni ningún tipo de pigmento, sino con mis manos, que te pintara con mis manos, que trazara cada parte de tu cuerpo y te diera color, te diera forma, te otorgara la vida como si fuera algún tipo de creador, pero la diosa salida de espuma eras tú, que reías y me besabas el cuello, tu lengua recorriendo la comisura de mis labios, la entrada de mis oídos, el esternón de mi pecho. Entonces me pediste que fuera al baño, que ahí te esperara, que no tardabas. Yo no quería dejarte, pero no te dejé, sólo me fui, salí del agua y no había viento, sólo tus ojos negros que me observaban de lejos, como niña pequeña siendo indiscreta con sus planes y los siguientes pasos, indiscreta para el deseo y las fechorías. Yo me dirigí al lugar citado, me desnudé, puse el radio y sin planearlo sonó mi aria favorita, la que comparo con el cenit del orgasmo, el coitus interruptus, el subir y bajar, encender el fuego de poquito en poco para avivarlo más, hacerlo crecer. Oh, ¡muerte de amor! Los tonos que son llevados a un límite en donde logran encender químicamente el cerebro para sentir placer, como el carnal, el del sexo, el placer del orgasmo. El aria de Isolda de Wagner, la metáfora de la salida del sol con el clímax de venirse, de correrse, misma metáfora de la despedida de dos amantes que solamente pueden estar juntos mientras la noche dure, mientras haya luna, única cómplice y coartada del deseo de los amores que sólo duran mucho menos tiempo que el tiempo de vida de las luciérnagas (dos meses). “Liebestod” seguía (apenas y había comenzado), cuando tú en silencio entraste al baño, te quitaste la blusa rosa y la falda azul y tu ropa interior. Abriste la puerta de la regadera, y entonces te vi allí, desnuda, tu piel bronceada, perfecta. La hiperestesia en la mirada por la belleza. Recordé entonces esa película de Sorrentino en donde Jep Gambardella ha vivido todas sus últimas décadas atormentado por el único instante de belleza verdadera que tuvo: ver los pechos desnudos de la mujer que amó en su juventud, a la luz de la luna, frente al mar Mediterráneo, un día en que también era verano. ¡Y es que jamás volvería a estar tan cerca de lo sublime! Como belleza griega, la única Venus. Esa verdad de saber que jamás volvería a tener un instante de belleza como aquel sería lo que lo arrastraría hacia un vacío grande, infinito, casi inexplicable sobre el conseguir algo tan ímprobo sólo para después perderlo (pero así es la vida: «a veces Roma puede decepcionar»). De esa misma manera, al igual que Jep, yo vi tus senos redondos como dos peras, perfectas. Isolda seguía cantando al amor, a la muerte, a la noche y al sol («esa clara resonancia que me circunda, ¿es la ondulación de delicadas brisas?»), y tú te pegaste a mí, y yo sentí tus senos en mi pecho. Tus manos juntas atrapando mi miembro, tirando de él, acariciándolo con tus finos dedos capaces de desenrollar la tela de algodón de las alas de los ángeles. Tu cadera pegada a la mía, nuestros sexos tocándose, hirviendo lento, tu lengua enroscada a la mía, tus labios, mi carne, la piel fusionándose. Y la triste Isolda llegando al éxtasis, al coito no interrumpido, la culminación del deseo, el apogeo del canto, un grito que sale porque no se pueden seguir ocultando las palabras, las sensaciones, cada fibra, cada beso y cada tacto («en el fluctuante torrente, en la resonancia armoniosa, en el infinito hálito del alma universal, en el gran Todo… Perderse, sumergirse… sin conciencia… ¡Supremo deleite!«). Oh, Isolda. Y te montas en mí, de nuevo tus piernas alrededor de mi cadera, chocamos los dos contra la pared. Y giramos, el mundo gira junto con nosotros. El agua hirviendo cae de la regadera sobre nuestros desnudos cuerpos que ya no son dos sino uno, nos volvemos uno-completo, uno-inequívoco, uno-infinito-todoslosnúmerosjuntos. Y nos tiramos al suelo, sobre ti te beso los pechos, esos senos perfectos, no en forma de luna, sino de peras. Los oprimo una y otra vez, se ponen duros, los beso, los lamo, succiono. Tú gimes, y yo te susurro al oído palabras inexistentes, inexplicables, murmullos de animales de noche para los que el apareo resulta ser el inicio de sus muertes, el término de sus vidas cortas. Me flagelas la espalda al golpearme con las palmas abiertas de tus manos, me entierras las uñas, y yo te oprimo el cuello, te jalo del pelo, el cabello negro. Te penetro, y juntos bailamos esa danza que allá afuera las estrellas, a lo lejos, también interpretan, girando la una con la otra (dicen que todos los puntos son estrellas binarias, ninguna está sola). Tu piel es mi piel. Se reconocen, como si ya hubieran pertenecido antaño a la misma estrella, o a la misma roca, al mismo alcatraz, al mismo pétalo de magnolia. El sol ya salió, no el de nuestro mundo, sino el de Wagner. Y llegamos al orgasmo los dos, sintiéndonos la llama de una vela que incendia el mundo y toda la historia y el arte en él (adiós Picasso, a Goya, Gaugin y Monet; adiós a Miguel Ángel, Da Vinci, Rembrandt y Vermeer; también adiós a la música, a los versos de Neruda, Quevedo y García Lorca; adiós a Mozart, Porter, Mahler y a Gardel; adiós a las armas, a las fiestas y a los bailes; y también adiós a todos los sueños de los hombres en noches de verano como aquella). Todo se esfuma, se pierde, se diluye en el agua de afuera, donde nos despojamos de todo, el agua de lluvia y de lava. Todo se va. Y quedamos en silencio. Yo me quedo admirando de nuevo tu perfecto cuerpo moreno, tus pechos redondos, tus desnudos ojos. Y así, recostados los dos juntos, me vuelves a abrazar y me dices que en otro tiempo hubiera sido yo tu hombre perfecto. Nos quedamos así, casi dormidos, pero despiertos. Hasta que pasada una hora me quitaste el brazo que te abrazaba, desprendiéndote de mí. Te levantaste en silencio, saliste de la ducha. Te comenzaste a arreglar mientras yo me puse detrás tuyo para abrazarte. Me pediste que te pusiera el brasier, y mientras te vestías me decías que atesorara ese momento, que lo apresara en mi memoria, bien guardado, donde los años no lo desgastaran, que lo recordara y me quedara con él, que porque eso que había pasado jamás volvería a suceder. Yo no lo entendía, fruncía las cejas, alzaba mis brazos. Te diste la vuelta para quedar de frente mío. Tus ojos negros, tu cabello negro, tus labios por donde salía el vapor de verano. Afuera ya no habían ni estrellas ni luciérnagas ni luna ni la noche de Tristán e Isolda. Te dije que no te entendía, que no comprendía aquello que tratabas de insinuarme. Y tú de pronto te soltaste a llorar. Quise abrazarte pero no me lo permitiste, te echaste hacia atrás. Me miraste con la tristeza más extraviada que había visto en los ojos de alguien, y me dijiste que me anduviera con cuidado porque una mujer llegaría a mi vida en los próximos años para después destruirme; ella sería la madre de mi hija que tanto quería, decías, por eso más debía tener la fuerza suficiente cuando llegara el momento en que me partiera en dos. Me implorabas que me alejara de allí, que no me quedara ni por mi hija ni por el amor ni mucho menos por mí, que tuviera el coraje para irme lo más rápido que pudiera, lo más lejos, que la dejara, la abandonara, y que no me dejara arrastrar por las cosas que uno, siempre cuando arde, se deja llevar. Pero yo no entendía qué cosas eran esas, a qué te referías, ni quién la mujer de que me hablabas; no sabía ni de mi hija, de nadie, no entendía nada de nada. Intenté preguntártelo, pero no me diste siquiera oportunidad, pues saliste de allí cerrando la puerta detrás tuyo, quedándome yo solo, en silencio, sintiéndome desgraciadamente feliz y vacío, aún en éxtasis, el placer todavía corriendo dentro de mi cuerpo, y la tristeza de verte ir, no de allí, sino de siempre, sin saber lo que me querías decir y sin saber si en verdad me atrevería a no dejarte ir. Claro que para entonces ya alumbraba el día, había amanecido. Y no habían cigarras ni ranas ni cosas volando iluminando la oscura noche, sino estaban los pájaros cantando y las flores y el cielo azul y el sonido, el color, las palabras alrededor de todo, de nuevo. Cerré los ojos, y alcancé a seguir viendo tus dos pechos desnudos, morenos, perfectos. Las dos peras de las que había bebido apenas y hacía unos momentos, y estaba seguro jamás volvería a probar jugo semejante, a endulzarme con tanta droga. Porque quizá y todo había sido tan sólo un truco, sí, un truco. “El final de < La Grande Bellezza >”, recordé. El azul del mar y de tu falda. “Termina siempre así, con la muerte. Pero antes, hubo vida.» Seré como Jep reviviendo siempre ese momento, una y otra vez, en mi mente, el único instante, la perfección que fue eterna y fugaz a la vez. Tus senos. Las dos peras, dulces y amargas. «El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados, caprichosos destellos de belleza.» Aquella noche había sido la noche de las peras. Abrí los ojos. Sentí el calor de la soledad. La noche era ya sol. Nunca más te volví a ver.