El elixir de la ópera

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop 

 

 

Las luces se apagan. Justo en ese instante es cuando la magia sucede. ¡Que nadie duerma! Sale el director de orquesta. Todos aplauden. Saluda al primer violín. La nota del silencio previo al acto de comunión. Y comienza la obertura que da comienzo a una historia, a una serie de piezas, sinfonías, recitativos y arias, que lo único que lograrán en las siguientes dos, tres, cuatro horas (si se trata de Wagner hasta más), será embellecer los oídos, dejando entrar las notas de todos los instrumentos, incluido el del canto (porque la voz es el instrumento natural del cuerpo), por toda nuestras venas y arterias, entrando también por los poros, tocando cada fibra sensible del cuerpo, enchinando la piel, logrando llegar hasta lo más profundo y recóndito de nuestra alma para sólo así ser protagonistas también de esa obra que habla de reyes y de dioses, de mitos griegos y acontecimientos históricos, que hablan de personas comunes y corrientes, gente del campo, artistas, payasos, bohemios, pescadores, mujeres fatales, don juanes, soñadores, personas que se enamoran, que conquistan naciones y corazones, que se traicionan, sufren, se enferman, se matan y se suicidan; historias que hablan de lo que tú y yo y todos conocemos, debido simplemente a que, a pesar de las culturas y de los siglos, seguimos siempre compartiendo lo mismo: las emociones. Las mismas para todos los hombres. Por eso en la ópera es erróneo pensar que se necesita de la capacidad únicamente intelectual, no hay necesidad de comprender racionalmente nada, sino tan sólo dejarse llevar, que la música nos envuelva, asociarnos con los personajes, y sólo así lo entenderemos, porque también nosotros sufrimos y gozamos. También nosotros sentimos. Uno, dos actos, tres, cuatro escenas. Cada cuadro se nos presenta para traernos pinceladas de una parte de la vida que todos vivimos, cada aria un sentimiento con el que todos nos identificamos, ya sea en el presente o en el recuerdo, pero nos asociamos con ello. La poesía está impresa en cada verso que se canta lleno de coloratura, a veces en recitativos o a veces con la rapidez y dificultad del canto silabato, o incluso con el delicado temblor de los vibratos. En algunas obras, presenciamos ese bel canto que adorna la voz de mil maneras y la embellece como si fuera himno del cielo, eco del mar y de los bosques, una melodía de Orfeo. Arias que van in crescendo con los instrumentos de toda una orquesta sincronizada con la voz para llegar a un clímax que muy pocas cosas en la vida hacen elevarnos tanto, casi hasta alcanzar un punto en el cielo, o quizá fuera de esta vida terrestre, en donde se olvida todo, absolutamente todo. Entonces, se siente la música, se la ve y hasta se le pone color como lo hacía Kandinsky; uno se embriaga de ella y de poesía, ríe y a veces deja correr una furtiva lágrima con el teatro y el drama, ¡la comedia estupenda!, la ópera seria y la bufa. Se descubre un lugar en donde dejamos nuestras propias historias cargadas hasta ese momento, y todos, músicos, cantantes, directores y público, se unen en un mismo suspiro, haciendo el amor, no carnal, pero sí metafísico, una euforia y adrenalina que nos llevan a un éxtasis delirante que nos hace alucinar y dar vueltas y vueltas hasta de pronto caer de golpe, sólo que sin dolernos, al contrario, se nos regresa un poco de lo que habíamos perdido hasta antes de entrar y formar parte de ese espectáculo, algo perdido que necesitábamos. Todos nos mezclamos, volteamos a ver al otro y allí nos identificamos: en el de enfrente, en el de al lado, en el de adentro. Nos convertimos en un mismo latido para bombear con la misma fuerza, al mismo ritmo, al unísono. Somos parte de la voz. Somos parte de la orquesta. Y así todos dejamos de ser uno independiente para volvernos uno en común, sólo uno. Y la magia entonces corresponde a todos, la luz que va cobrando cada vez más fuerza en medio de toda esa oscuridad que estaba aguardando por el momento en que llegara ese algo para hacerla desaparecer, alejarla lo más posible, y traer en su lugar, la vida. Y es que si la vida siempre fuera al ritmo de esas noches mágicas de ópera, ¡cada hora se dedicaría al deseo! Brindar por el breve instante que deseamos congelar el tiempo, que deseamos se vuelva eterno. ¿Y cuál es el secreto y encanto? Quizá en que todos somos parte de ella, así como nos hace vivir vidas que no podemos, cosas que por lo general no suceden en ésta; nos hacen viajar en el tiempo, enamorarnos, ser dueños de algo sólo para después desprendernos, vivir y renacer. Ahí todo puede suceder, absolutamente todo: no hay límites, no hay barreras ni imposibles. Todo sucede y todo es creíble. Y nosotros lo vivimos y sentimos como lo hacen los personajes. Porque dentro de esa ficción, a veces yacen verdades que a todos nos corresponden, los hechos y pensamientos que a todos nos alegran o nos atormentan, las cosas que tememos, la esperanza, el amor, el poder y los sueños que nos hacen ser lo que somos: mujeres, hombres, niños y adultos. Porque de eso trata siempre la ópera, de ayudarnos a descubrirnos en el otro, descubrir quiénes somos, nuestra historia y el destino que nos espera, para sólo así lograr entender que todo en el mundo es una burla, que al final todos siempre somos engañados, y que absolutamente todo en esta vida se trata de un truco. Eso es la ópera, una muestra de la comedia humana, nuestra condición, la naturaleza del alma. Dicen que es el arte completo, el arte por excelencia que reúne casi todas las artes. Si es así, somos entonces afortunados de que exista. Damos gracias a la Camerata Florentina por haberla desenterrado de entre los sueños, renacido los elementos de las culturas antiguas, del teatro y el drama, la música. Gracias a Dionisio y a las tragedias griegas. Damos gracias a las primeras óperas de Monteverdi, al barroco, el romanticismo y el verismo. Gracias a las fanfarrias de Händel, gracias a la genialidad temprana de Mozart, gracias por las óperas más emotivas compuestas por Puccini, y por aquellas heroicas y trágicas de Verdi. Gracias por el crescendo rossiniano y la locura donizzeti, por lo místico y erótico de Wagner, por nuestros rusos Tchaikovski y Shostakoivch, la remembranza griega de Gluck y el impresionismo de Debussy. Agradecemos a cada compositor que lo único que buscaba era, además de contarnos una historia, conmovernos. Cada uno de ellos buscaba hablarnos al oído, tocar nuestras almas, y cada uno, a su modo, descifrar los misterios del mundo, o quizá simplemente embellecerlos. De esto se trata, del gran teatro del mundo que avanza, pero a su vez, vuelve al inicio, como la serpiente del ouroboros. Gracias, ópera, porque existes y nos haces sentir, y por consiguiente, también existir. In crescendo van por igual nuestras emociones, hasta que llega el final, que sin importar sea alegre o triste, resulta todas las veces sublime. Siempre la escena final es parecida a un acto sagrado donde uno aprecia la perfección y logra tocar lo divino. La música de la orquesta y el canto se encuentran en su apogeo. Sobre el escenario, trazándose alguna muerte o algún acto de celebración de amor, y que vienen siendo uno en correspondencia del otro, nos hacen darnos cuentas que todo somos sensibles y frágiles. La culminación de todas las notas, la unión de todos los sentimientos. Somos uno, seguimos siéndolo hasta el final. Y entonces, después de muchos coitos interruptus es que logramos alcanzar el éxtasis, tocar y apenas la muerte sólo para de nuevo respirar y absorber todo el aire que pueda haber en la sala (en la vida). Llegamos todos a un punto máximo de comunión. Lo sientes correr por todo tu cuerpo. Tu corazón se agita como cuando diste tu primer beso. Hasta alcanzar el orgasmo. Sientes el efecto cenit de esa droga que acabas de consumir y que sabes esa noche no te dejará dormir. Se apaga la música. La batuta se detiene. Se apagan los tenores, sopranos, barítonos y mezzosopranos. Se apaga la orquesta, el canto, el teatro. Nos limpiamos todos la pintura blanca del rostro. Cae el telón. Se encienden las luces.

Entonces lloras
y aplaudes.
Sonríes.
Das gracias porque jamás has amado tanto la vida ()
Y antes de bajar, de salir a encontrarte con el mundo real,
lloras por última vez.

Y en un suspiro, apenas y terminas de murmurar:
(… tanto la vida).