La infancia nueva

 

Por Víctor Daniel López  < VDL >

Twitter @vicdanlop

 

 

Dejaré de subir escaleras que no llevan hacia ningún lugar. De abrir puertas que conllevan a muros que no se pueden traspasar. Dejaré de cruzar avenidas con el semáforo en verde y de cargar con el peso de mil montañas mientras nado intentando atravesar los mares. Dejaré todo lo que no me permite avanzar, lo que me atrase, lo que me haga más lento. Dejaré los recuerdos que ahogan de madrugada y quitan aire, aquellos que no dejan dormir. Las personas que roban sueños en lugar de sumar fuerzas; aquellas que no dejan que vuelvas a enamorarte, a confiar de nuevo, intentarlo con alguien. Dejaré las cartas viejas, más aquellas de dolor y derrota. Las pulseras rotas, los recuerdos quebrados de amores pasados. Dejaré la piel rota, el cabello largo, la voz de un niño que apenas y comenzaba a conocer las delicias y dolores del amor. Los viajes que no se hicieron, las mujeres a las que no me atreví a hablarles. Dejaré las ciudades muertas y las ciudades perdidas. Los intentos fallidos, las disculpas que no fueron dadas. Las palabras sin decirse, las mentiras en cadena. Dejaré la inocencia, pero también la madurez (que tal vez aún nos hace peores). ¡Los juegos ya no jugados que vuelvan! Dejaré la seriedad, la responsabilidad, el mundo de los adultos aburrido, a veces rutinario, y aunque uno se crea lo contrario, dependiente de tantas cosas: del dinero, del trabajo, una posición social, del amor, de los otros menos de uno. Dejaré las enfermedades y las contradicciones, los engaños e hipocresías, las tantas casas en donde quise vivir. Los deseos rotos, los sueños sin cumplir. Las ropas desgastadas que ya no puedo ponerme más, pero por alguna razón las sigo conservando como si fueran tesoros, como si me pudieran regresar los días pasados, los amigos pasados, los tiempos en que corríamos por las calles, sudorosos, llenos de tierra y de sol, bañándonos a veces bajo la lluvia de domingo. Con heridas, pero sin doler tanto, ni importar; al contrario, eran heridas que podíamos presumir al día siguiente en la escuela, a los amigos, a la niña que nos gustaba y con quien disfrutábamos reír en clase, dedicar nuestros goles, hablar de miles de tonterías que a los niños hacen felices, y sorprenden. Los exámenes que nos hacían pensar eran la peor cosa a la que nos podíamos enfrentar (¡y cuán equivocados estábamos!). Aquellos días se pasaban lentos, lento el año, que para que llegara diciembre, uno sentía que había tenido que vivir toda una vida. Se pasaban lentos los días, y nosotros pensábamos que, al contrario, nos hacíamos cada vez más y más jóvenes. De nuevo, ¡cuán equivocados estábamos! Porque todo se agota, toda etapa culmina, como las luciérnagas o las mariposas, o las risas con sus pétalos que cubren de alfombra los campos del mundo: para que podamos andar ahora como hombres perdidos, y aunque a veces no sepamos a dónde ir, andamos, sin saber por qué, pero andamos. Entonces, los días lejanos de infancia parecían ser sólo un sueño, una carrera en la que nos preparaban para ver quién llegaba más lejos. A partir de entonces, todo iba a tratarse siempre después acerca de eso: ¿Quién el mejor? ¿Quién tiene más? ¿Qué somos y qué poseemos? Si tan sólo pudiera yo responder “¡Mi infancia! ¡Ser niño de nuevo!” Tan sólo. No más.

Pintura de: Dario Mastrosimone