Por: Alejandro Izunza 

A Julius

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Si casi todos los hombres son capaces de valerse de una serie de verdades, a Julius le bastó solamente desmentir una. Este mundo no existe. Aquel día sentenció con una tranquilidad atroz —Si yo no existiera, nada de todo esto existiría. Gracias a mí, el mundo es. Yo hago las cosas.

Nos hicimos hielo. El cantinero del Frontón alzó una ceja y nos vio con pesadez mortuoria. Estábamos allí, como en una pintura olvidada, disolviéndonos. Pedimos otra ronda de cerveza oscura. Qué se supone que hace uno cuando le dicen algo así, tan contundente —No existes— igual a una pesadilla.

Julius no acostumbraba beber. Ni si quiera había tomado una aspirina nunca, aun así lo dijo, tenía que sacarlo —Si mañana muero, ustedes dejarán de existir; y ya me estoy cansando de hacer que existan.

Al día siguiente (él sabía que era definitivo) se marcharía a otro lugar, más lejos que nadie —Me voy como diplomático— dijo en tono de broma pero con aplomo. Julius había estudiado derecho; cualquiera podía ser abogado, pero él no, la ley era un traje que le sentaba a la medida.

Y no era ningún despistado que hablara por hablar. Había cursado algunos años antes la carrera de filosofía, pero no se sintió con el ánimo como para cambiar de ideas a cada rato. Prefirió cambiar de corbata, por eso eligió derecho, porque pensaba que era mejor discernir entre las rayas o los rombos, que cambiar una idea.

Este mundo dejó de existir ayer. O comenzó a descomponerse desde el momento en que Julius se fue. Luego la noticia: este mundo ya no existe, pues ayer murió. Ayer, todo sucede ayer…

No fue un accidente. Las estadísticas dicen que las alas de los aviones no se desprenden repentinamente. Ni tampoco se desploman o se evaporan en medio del mar. Las estadísticas dicen una verdad que no concuerda en el mundo de Julius.

Apenas había pasado un instante. El tiempo es nada aunque sea todo. Julius regresaría de Europa después de un breve viaje por el mundo —El mundo (siempre le gustó cómo sonaban esas palabras)— y nos haría existir otra vez. Se enderezaría la realidad, la que nos había quitado con su ausencia, pero que aun teníamos, como se tiene la fe en algo.

Nadie lo esperaba. ¿A qué volvía? Si acaso, alguno guardaba la esperanza de volver a verlo, o de que Julius regresara con regalos. Uno no se va tanto tiempo y tan lejos y vuelve con las manos vacías. Uno no desaparece nada más, siempre algo queda. Pero parece que él se había llevado todo.

Ya no recuerdo, porque yo no estuve. Creo que no lo esperaba allí Natalia, una de sus novias. Tampoco estuvo María Ana, su esposa, de quien no se había separado y no pensaba hacerlo. No llegó Dulce, la mujer que no había conocido en un bar nudista, donde no se bailaban danzas pornotópicas, ni donde no llegaban tipos que no eran si Julius no estaba allí.

No sabían de su llagada sus familiares ni sus amigos. Su abuelo no había fallecido, pero tenía el cerebro seco como una pasa; era casi como si no existiera dos veces. Daba lo mismo si volvía o no. Varias de sus alumnas no acudieron con pancartas al aeropuerto, deseándole la bienvenida a Julius, que no se había convertido en maestro de nadie.

Yo no fui porque pensaba esperarlo en El Frontón, como si no hubiesen pasado varios años, sino acaso un día, el de ayer. Sin embargo el avión no despegó jamás. No volaría desde Europa hasta América, o de Asia u Oceanía a cualquier parte en un regreso aparente. No cruzaría el mar. Julius no subió a ningún avión.

Gracias a él mi vida no había mejorado, simplemente seguía siendo la misma. Gracias a él no conocí a Emko. Él no me hizo en este mundo, que ya no existe, pues está muerto ahora el pobre de mi amigo. Muerto no, los muertos somos otros. Ha dejado su obra inconclusa solamente.

Así que no fuimos a recibirlo al aeropuerto en la Ciudad de México, porque no iba a volver. No esperamos el vuelo 498 de Lufthansa, porque no fue el lunes 22 de septiembre cuando no iba a llegar de Frankfurt. El día no era soleado, ni tampoco esperábamos a ningún Julius. No llovía. No había nubes. No hacía aire. Nada sucedió. No parecía día ese día. No salimos de nuestras casas, pues con Julius todo se fue. Aquél lunes no desperté de un sueño que no estaba soñando.

Si casi todos los hombres son capaces de valerse de mentiras, ¿por qué no decir una verdad un día? Este mundo no existe.