Por Carlos Álvarez Rosas

 

Recuerdo que cuando era muy chico, mi padre todavía era un sujeto intrépido, lleno de fuerza y vitalidad; no como otros padres que se sentaban cada domingo a ver su partido de fútbol y aumentar el abdomen rellenándolo con cerveza: parcos, añascados en la rutina de no hacer nada. Él tendría como treinta y cinco cuando mucho y yo, quizás hasta ocho, pero es probable que él tuviera menos, porque la mente de un niño, como bien se sabe, tiende a exagerar. Recuerdo a mi padre ausente por un tiempo, pero lo que recuerdo no es el tiempo donde yo vivía sin saber de él, sino ese conglomerado de días previos a su partida. Resulta que en mi memoria tengo la vaga remembranza de haberlo visto partir dos veces con esa enorme mochila llena de cobijas, ropa, guantes, gorro, suéteres, latas de atún y latas de frijoles y tal vez comida deshidratada; y su piolet y sus spikes tal vez era lo único del equipo adecuado para escalar montaña. Y se iba aquel hombre y nos quedábamos mi madre, mis hermanas y yo en casa, transcurriendo la vida y no al revés. Mamá hacía lo que una linda madre amorosa suele hacer; pero más me recuerdo a mí peleando con mis hermanas, trepando muros, rodando sobre el pasto o destruyendo la maleza. Entonces el tiempo era otra cosa, no un círculo con manecillas, ni números contando repetidamente del cero cero hasta el sesenta, una y otra vez una y otra vez una y otra vez. Y la única red a la que recuerdo haberme enredado fue la de las incontables arañas que tejían sus telarañas en el patio trasero de casa. Y así pasaba uno, luego dos y quizá hasta tres días jugando. Entonces, al tercer día al amanecer, el cielo se ponía tan azul, que daba alegría. Más tarde, a la hora de la comida, se juntaban algunas nubes en el cielo, nubes de agua, y llovía tantito, no más de media hora; tras lo cual, como un pastor, pasaba el viento y se llevaba a sus ovejas. Y, nuevamente, reinaba el azul tan azul, que daban ganas de vivir alegremente. Se podían ver todos los cerros redondeando la ciudad, pero yo no sabía qué era ciudad: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl como dos gigantes a lo lejos, aunque parecía, a ratos, que se acercaban hacia mí. Yo no lo sabía, pero de allá regresaría papá al tercer día con ese clima asaz grato, ese era el día en que él regresaba de las montañas. Y parecía que regresaba cargando algo más que una mochila, ya sin latas ni tanta ropa, sino con sólo polvo; y yo lo veía y notaba su barba crecida, algunos surcos en el rostro, cansancio, la mirada puesta fija en su esposa, en sus hijos, en casa. Papá fue siete veces al Popocatepetl y al Iztaccihuatl y se ganó una medalla y vio morir personas y vio el cráter cuando no estaba activo aún y sintió el aire delgado de la cima y muchos pasos recorridos y frío bruto y dolor en las rodillas y el deseo de volver, pero también el deseo de subir, de ir, de sentir algo suyo hecho y logrado por él… Y el aire era muy delgado y no podía respirar bien y pensaba en lo que más amaba en el mundo; y mientras el frío se le pegaba a la piel, queriéndosele incrustar por debajo de ella, al mismo tiempo que veía muy de cerca —tan cerca del cielo estaba— las estrellas, que sentía que podía llevarse unas de regalo para sus hijos. Y mientras el frío se le pegaba a la piel y el aire era muy delgado, sentía que no lo iba a lograr, pero ya había llegado a la cima y todo lo que tenía que hacer, entonces, era bajar. Y el día que regresaba todo era tan azul, que daban ganas de vivir dos veces. Pero ahora sostengo su mano entre las mías y el aire, dice, parece tan tísico o más, que cuando fue a las montañas a cinco mil metros de altura. Y el frío “se me pega”, dice, y siente que ve cosas del pasado, en Tres Cruces. Y yo le digo que el día es muy azul, como cuando regresaba después de haberse ido durante tres días y que es hora de regresar a casa. Pero él dice que ya no puede bajar esta montaña, y que es mejor, porque así, dice, el cáncer termina y se ausenta por todo lo mal que supo amarnos. Pero se quedará todavía un poco más para contarme de cuando se fue para la Sierra Gorda y luego se fue al norte en tren y después cruzó en Ferry a Baja California. Y yo sostengo su mano y siento que el aire se adelgaza y comprendo que se acercó demasiado a las estrellas y le gustó tanto que ya no querrá bajar. Y el frío lo ha envuelto y su mano se ha quedado entre las mías y siento el aire delgado como un filo en los pulmones. Y afuera el día es tan azul, azul azul que dan ganas de vivir dos veces, aunque el frío se nos pegue y el aire sea delgado como la vida.