Carla de Pedro

 

Cada escenario genera en las personas una experiencia diferente: uno percibe la vida de manera distinta en la ciudad, en la playa, en el desierto, en la montaña… cada perspectiva nos brinda una forma de conectarnos con el mundo, de comprenderlo. Y así como los hebreos, por mirar la eternidad del desierto, se convirtieron en un pueblo creyente del infinito, así uno se transforma y conforma con los paisajes que observa y conserva.

Por eso no es de sorprenderse que cuando uno visita Oaxaca, regresa transformado. Oaxaca es uno de los Estados más ricos del país porque tiene en sí muchas posibles perspectivas: la de mirar el mar desde la montaña de San José del Pacífico; la de encontrarse en la hermosa ciudad de Oaxaca, tan llena de cultura e historia; la de nadar en el mar y mirar el cielo más estrellado que jamás hayas visto, en sus paradisíacas (y económicas) playas, como Mazunte o Chacahua; la de sus pirámides, como las de Monte Albán o las de Mitla, sitios sagrados cuyas construcciones se elevan hacia lo alto y nos acercan a los dioses; y, desde luego, la de los pueblos de La Mixteca: Huajuapan, Nochixtlán, Tlaxiaco, Teposcolula, etc., que se encuentran allá arriba, muy arriba, donde casi puede tocarse el cielo.

De niña tenía un libro de canciones mexicanas y mi hermano y yo nos sentábamos a cantarlas página tras página, sin importar si conocíamos o no el ritmo y, de este modo, nos fuimos aprendiendo canciones que nunca habíamos escuchado. Fue así como en esa época conocí la Canción Mixteca y ya desde entonces cargué conmigo un cachito del sentir nostálgico de La Mixteca, aunque no sabía aún nada de ella.

Fue hasta 2009, justo hace 10 años, que conocí La Mixteca, durante un encuentro de poesía llamado Mujeres Poetas en el País de las Nubes. Le llaman así porque La Mixteca está en lo alto de la montaña y cuando estás allí, las nubes te rodean tan cercanas que te sientes adentro de un sueño. Regresé a la Mixteca en 2013, para otro encuentro de poesía y cuando me alejé tuve ganas de volver, porque La Mixteca es uno de esos sitios a donde uno quiere regresar, porque allí uno se siente en casa.

Lo primero que recuerdo haber visto de la región Mixteca, fue el Ex Convento de Santo Domingo Yanhuitlán, y es que es imposible no verlo cuando vas por la carretera que lleva de la ciudad de Oaxaca a La Mixteca y de pronto, como un gran castillo, lo observas alzándose justo a la orilla de la carretera. Tan impresionante es observar este hermoso templo, que uno ni se imagina que detrás de él hay un pequeño y sencillo pueblo. Eso me asombró. Y es que yo estoy acostumbrada a los centros. Me refiero a los sitios céntricos de los pueblos donde uno encuentra un parque con un kiosco, a una orilla el palacio municipal y al otro, desde luego, una iglesia a la medida de la población, pequeña en lugares chicos y más grande en las ciudades muy pobladas. Pero no: en Yanhuitlán, el pueblo está detrás de la iglesia y aunque es un lugar chico, esta iglesia no tiene nada de pequeña sino que es una estructura monumental.

                                       

Esta no es la única iglesia impresionante de la zona, también tuvimos la oportunidad de conocer otras, como la Iglesia de San Pedro y San Pablo Teposcolula, que al igual de la Yanhuitlán forma parte de lo que se denomina La Ruta Dominica. Me gustaría poder hablar de todas las iglesias y los pueblos que pude conocer durante mis dos enriquecedoras visitas a la zona, pero mi memoria no es muy buena para los nombres, no obstante, tengo la excusa de que la última vez que estuve por allá fue hace seis años, además, seguramente ya habrá otros textos mucho más precisos, así que me limitaré a hablar sobre mis recuerdos, que aunque algo borrosos ya, aún perduran en mi memoria como algo importante.

La zona de la Mixteca es fría, porque está en lo alto de la montaña, el aire sopla y uno tiene que andar bien cubierto, no obstante, la gente es cálida y si te ve tiritando de frío, te ofrece un café. A decir verdad, te ofrece mucho más que un café, te ofrece unas picadas, un pollo con mole, unas papas con chorizo capeadas, un pozole o un delicioso plato de crema de frijol con pequeños tamalitos flotando adentro. Sí, realmente te ofrecen demasiado, más de lo que tienen, más de lo que deberían.

Además de ofrecerte comida, la gente es muy cordial: siempre nos recibieron con bombos y platillos, en algunos sitios literalmente, pues a nuestra llegada asistía la banda del pueblo, personas con letreros de bienvenida y hermosas niñas vestidas con el traje típico.

                                      

Lo único más impresionante que la variedad gastronómica, es la variedad de ropa típica, pues cada pueblo tiene su vestimenta tradicional, o al menos es lo que parece, pues en cada lugar las personas nos enseñaban su hermoso traje y además bailaban y cantaban para nosotros, demostrándonos lo rico de su cultura y su gran talento.

                                    

La verdad es que Oaxaca es un Estado lleno de cultura, pues además de su variedad de platillos, de vestimentas y bailes, las compañeras y yo nos impresionamos de ver la cantidad de gente que asistía a nuestras lecturas. Y es que estamos acostumbradas a que en esos eventos, con que aparezcan algunos de nuestros conocidos y un curioso que iba pasando, nos damos por bien servidas. Pero no, en La Mixteca contamos con un público muy amplio, tanto que una noche llenamos el patio de la iglesia de Teposcolula.

La primera lectura que hice fue en el patio de esa hermosa iglesia y la gente me rodeó al bajar del escenario, porque estaba conmovida y se sentía identificada con mi poesía. Genera una sensación magnífica, saber que la gente vive lo mismo que tú y comprende, porque sin importar la distancia geográfica y temporal, los sentimientos del alma humana siempre son los mismos.

Aunque han pasado ya seis años desde mi última visita, en mi memoria persisten aún varias imágenes y emociones. Recuerdo el cielo tan nublado; una escuela cuyas ventanas daban hacia un hermoso cerro verde; el frío; recuerdo a las personas que, sin tener nada, te ofrecían todo; recuerdo las canciones de Susana Harp acompañando el escenario de la iglesia de Teposcolula, antes de mi primera lectura; recuerdo los ojos llenos de emoción de los niños de 10 años que escribieron poesía para calmar la herida de que sus padres estuvieran lejos, en Estados Unidos; recuerdo los tamalitos en el caldo de frijol, el pozole espeso, el mezcal con alacrán; a una mujer que me enseñó que cuando un niño se deprime hay que rodarlo en la hierba.

Aprendí tanto en La Mixteca y a diez años de mi primera visita no he olvidado los sentimientos que ese hermoso lugar despertó en mí y, aunque no haya nacido allá, inmensa nostalgia invade ahora mi pensamiento, pues yo no sería yo sin Oaxaca, yo no sería yo sin La Mixteca porque sin duda es uno de esos lugares que te enseñan mucho del mundo, de la vida y, sobre todo, te enseñan mucho sobre ti mismo.

Allá en lo alto de los cerros de Oaxaca, hay un lugar donde la gente no tiene nada por fuera y sí mucho por dentro, y de lo poco que tienen por fuera te comparten mucho, y de lo mucho que tienen por dentro te comparten todo, y te comparten de ese, su hermoso paisaje oaxaqueño, para que por un instante te sientas parte de su mundo, de su historia y comprendas porqué uno llora cuando se aleja de La Mixteca.