Pequeña, insignificante historia

 

Por Carla de Pedro

 

 

Cuando Rosa conoció a Alejandro sintió la necesidad de compararlo con algo: algo así como consigo misma, de niña, mirando las nubes. Pero no, no era exactamente así como podría haber hablado de él. Para definir la conexión que surgió entre ellos habría necesitado una palabra muy pequeña, tan pequeña que se necesitaría romper una letra en mil trocitos para hallarla. Por eso, decidió no hablar de él, porque en realidad no había nada que decir.

Todas las tardes, después del colegio, él pasaba por ella. Juntos se iban a andar en bicicleta y a caminar por el parque. Allí, hablaban de cosas que muchos habrían creído sin importancia pero que para ellos, por algún motivo, eran de suma valía.

Hablaban de vidrios rotos donde habían creído entrever un rostro. Hablaban de las formas de sus manos. Hablaban de su miedo a las arañas o al silencio. Hablaban de la forma que tiene una gota sobre una hoja; de los posibles dueños de los zapatos que cuelgan sobre los cables de luz; de si los pájaros brincan o caminan cuando avanzan por el suelo; de la posibilidad de que no todos miren los mismos colores; de si los ciegos verán negro; de si el chile es un sabor o una sensación (como comezón) sobre la lengua. Luego, hacían pequeñas bromas que nadie hubiese entendido, pequeñas preguntas que nadie hubiese respondido, quizás por insignificantes.

Así era su relación con él: como colocar las yemas de los dedos de sus manos juntas, delicada, no alcanzaba a ser un apretón de manos.

Cuando terminó la secundaria, Rosa tuvo varios novios, novios que no se preguntaban por qué las piedras, sin estar cerca del agua, tienen moho. Tampoco sus novios contestaban cuando ella les preguntaba el color de su habitación, mejor la llevaban a verla, creyendo que sus palabras significaban más de lo que en realidad decían.

A veces, Rosa escuchaba en su mente una pequeña melodía en piano y corría entonces de nuevo con Alejandro para tararearla y que él, que tocaba el piano, la tocara para ella. En ese momento los dos escuchaban la música y trataban de compararla con una persona o con un instante de sus vidas.

 

–Esa melodía –decía ella– se parece a doña Tina la de la tiendita, acelerada y un poco cansada de no dejar de correr por la vida.

Ambos reían.

Una vez, una de las canciones mentales de Rosa les sonó un poco como ellos: muy pequeña, simple y quizás incompleta; poco usual, incomprensible para nadie que no fuera ellos.

En ocasiones, Alejandro dibujaba de memoria el rostro de Rosa y le entregaba la fotografía en grafito.

–Ésta –le explicaba– eres tú cuando te enojas porque hace mucho calor y tienes que caminar.

Entonces Rosa se asombraba de la exactitud de la expresión y sonreía.

Una tarde, cuando Rosa volvía del trabajo, su madre la interceptó antes de que ella llegase a su habitación.

–Debo hablarte –le dijo– vino a buscarte Óscar y me dijo que deseaba casarse contigo.

 

Rosa era una chica de provincia, bien educada, que sabía lo que debía hacer para no defraudar a su madre. Así que intentó sonreír pero no pudo, por el contrario, comenzó a llorar.

Su madre, que era conservadora y burguesa pero no era tonta, le preguntó si el motivo de su llanto era Alejandro, pues, después de todo, ya hacía algunos años que eran amigos inseparables. Rosa asintió con la cabeza, aunque en verdad no sabía si lloraba por Alejandro, por Óscar o porque las posibilidades eran más ilimitadas que el tiempo.

–¿Lo quieres? –preguntó la madre, pero Rosa, que no alcanzaba a entender su pequeño sentimiento, sólo callaba.

–¿Lo quieres? –insistió.

Rosa, que nunca había intentado definir su relación con Alejandro, contestó:

–No, lo que siento es mucho, mucho más pequeño que la palabra querer.

Con esa frase todo quedó arreglado. Rosa se casó con Óscar. Tuvo hijos, vestidos, vacaciones, lindos muebles, pero no volvió a reunirse con Alejandro en mucho tiempo, después de todo, no estaba bien visto que una mujer casada tuviera un amigo, aunque su amistad fuera pequeña, muy pequeña.

Así, de vez en cuando, Rosa abría la ventana esperando que Alejandro estuviera allí, afuera, con su bicicleta o con un retrato hecho a lápiz. Pero no, nunca estaba.

Cuando realmente volvió a encontrar a Alejandro fue tiempo después en un restaurante al que había ido a cenar con Óscar. Alejandro se acercó a saludarla, cosa que a Óscar no hizo muy feliz pero, como caballero que era, ofreció a éste y a su acompañante, una mujer rubia que hablaba mucho de champús y aderezos para ensaladas, a unírseles durante la cena.

Alejandro, al parecer, era muy feliz con la rubia de los aderezos y Óscar fue sintiéndose cada vez más tranquilo, pues no había nada que temer ni territorio que perder.

Al marcharse, Alejandro y la rubia se despidieron muy cortésmente de Rosa y de su marido y prosiguieron su camino hacia un mundo donde burbujas de champús de distintos colores y olores caían sobre sus cabellos y ricos aderezos multisabor cubrían sus comidas.

Así, Rosa vio alejarse a la persona a quien en algún tiempo quiso comparar consigo misma, de niña, mirando las formas de las nubes. Se dio cuenta de que esa persona ya no era comparable más que con olores y sabores desconocidos.

Pensó entonces que Alejandro no era sino un vacío donde ella proyectaba sus ideas y decidió llenar su espacio con una libretita de notas que guardaba al fondo del cajón de su ropa íntima; libretita donde anotaba pequeñas dudas y grandes descubrimientos, hacia dibujos e intentaba, sin tener la más mínima idea de música, describir sus melodías mentales.

 

Pasó el tiempo y Rosa se convirtió cada vez más en una buena ama de casa que horneaba pasteles y adornaba la mesa para su marido; en una madre cariñosa que besaba la frente de sus hijos al dejarlos frente a la escuela; en una mujer saludable que comía fruta e iba al gimnasio.

Así, fue olvidándose de aquella libretita hasta que un día no pensó más en ella y cuando su hija le preguntó: “¿Por qué la luna a veces no es redonda?”, pensó que era una pregunta inútil; y cuando su hijo le preguntó: “¿Quién ganaría una carrera un caracol o una tortuga?”, pensó, todavía más, que era una pregunta absurda.

Su universo fue volviéndose cada vez más pequeño, tan pequeño que le cabía en el bolso de mano. Su Dios se redujo de abarcar el infinito a ocupar una pequeña cruz de oro que le colgaba de una cadena que llevaba alrededor del cuello. Sus colores se redujeron a un arco de siete pinceladas. Sus tardes pasaron de ser un disfrute a ser un tiempo útil en que lavaba ropa, ayudaba a sus hijos con la tarea y miraba el noticiero vespertino.

 

Una tarde, después de muchas tardes, mientras Rosa hacía las compras en el supermercado, se topó con Alejandro. Éste le sonrió con aquella sonrisa que ella había olvidado y que, en aquél momento pensó, tenía cierto parecido con una pequeña y olvidada libreta oculta en algún cajón apolillado. Pero ese pensamiento le pareció tan inútil y tan pequeño que no valía la pena pensar en ello.

Dio la vuelta y regresó a su mundo real: un mundo donde una sonrisa y una libreta son tan insignificantes que aún no existe vocabulario tan corto que alcance a describir su pequeñez.