Reseña de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades de Alejandro G. Iñarritu

 

Por José Luis Ayala Ramírez

Twitter: @ayala1788

 

 

Durante una de sus escenas, el protagonista Silverio Gama (alter ego de Iñarritu) tiene una conversación con su hijo acerca de la migración, la doble perspectiva que se tiene en la relación México- Estados Unidos y él papel que deben tener ellos al ser “migrantes de primera clase”. Esa es precisamente la perspectiva de la que el director se soporta en su Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, su producción más ambiciosa y personal hasta la fecha que promete dividir como nunca al público y crítica por lo sui generis que resulta.

Bardo es la particular y arriesgadísima 8 ½ de Iñarritu, una disección que nos lleva a adentrarnos en sus momentos íntimos y personales  la vez que reflexiona e ironiza su propia carrera artística, esto a través de una serie de viñetas que fusionan la sátira y el realismo mágico para crear auténticos pasajes oníricos donde la realidad distorsionada se contrae con el tiempo- espacio, el resultado en sus mejores momentos es hipnotizante, imaginativo y hasta con cierto aire de misticismo.

A estas alturas no es ningún misterio el narcisismo que invade al también director de Birdman, y parte del hechizo que encierra Bardo viene de esa cualidad, la cual sin duda puede resultar contraproducente y la que le ha venido arrojando sus mayores detractores. En Bardo Iñarritu habla sobre muchos temas, la familia, el arte, la migración, la historia de México, la pérdida, la muerte, pero todo gira alrededor de su figura y por lo tanto desde su perspectiva lo que puede provocar que el espectador se sienta ofendido, sin embargo como en cualquier arte la verdad a la que busca llegar Bardo es subjetiva y desde los tonos que utiliza en sus primeros minutos uno puede percibir hacia dónde va dirigido todo, por lo que las reglas del juego están expuestas abiertamente.

 

 

Todas las viñetas de Bardo dan para mucho juego pero no siempre tiene los mismos resultados. Personalmente me quedo con esas secuencias donde Iñarritu recrea pasajes de la historia del país (la batalla de Chapultepec, la conquista de México) para hacer un acercamiento y crítica hacia la misma nación, igualmente resultando estimulantes esos momentos donde el protagonista es cuestionado acerca del rumbo de su carrera e incluso mofándose de los reconocimientos obtenidos (hay un momento donde abiertamente acepta que los premios Oscar fueron un premio que se le otorgó para buscar la comunión de Hollywood con la comunidad latina). Menos satisfactorios resultan los momentos de mayor intimidad, aquellos con su esposa, sus hijos, sus padres, donde ciertamente el lado emocional se queda corto.

Pero más allá de todo Bardo es un filme que habla sobre los mexicanos, la migración y su gente. Cada escena que vemos aquí esta direccionada a potencializar ese discurso. Las conversaciones con sus hijos agringados, los cuestionamientos de sus colegas por dejar el país y hacer una carrera en Estados Unidos, sus entrevistas con el embajador o con el mismísimo Hernán Cortes, su secuencia sobre la inmigración con guiño incluido a su cortometraje Carne y Arena, todo va destinado hacia ese tema y fortalecer su coartada, “no somos de ninguna parte”, menciona uno de los personajes, y probablemente así sea, algo a lo que va más encaminado en sus bellísimos minutos finales.

Bardo no será la mejor película de Iñarritu, se queda lejos en ese aspecto, pero no se puede dejar de reconocer su audacia e inteligencia para crear un producto que hable de tantas cosas de forma tan orgánica sin olvidarse nunca de la experimentación narrativa. Es imperfecta, si, y a la vez muy ingeniosa e imaginativa.