Por José Luis Ayala Ramírez

Twitter: @ayala1788

 

Milagro fílmico de esos que se dan una o dos veces por año, incluso a veces no llega porque para que suceda no basta con llegar a su máximo, hay que romper los pronósticos, romper las barreras, dar más de lo que uno espera de sí mismo, porque si el espectador va a ver Whiplash, conociendo únicamente lo que es su trama y que es dirigida por un desconocido de nombre Damien Chazelle, se sorprenderá del resultado, de la éxtasis a la que será sometido y del largo proceso que hay hasta la perfección.

No me imagino en manos de otro director, con otros actores con el mismo guión, un mejor resultado que el que Chazelle consigue con esta Whiplash, su segunda película, basada en un cortometraje dirigido por si mismo con el mismo nombre, donde un chico buscara convertirse en un baterista hasta llegar a las «últimas consecuencias».

La búsqueda de la perfección, de llegar al tempo, de no adelantarse o atrasarse ni una milésima de segundo, o lo que es sustituido al cine conseguir un filme perfecto, donde cada segundo sea oro puro, donde no falle ni el más insignificante de los detalles, algo que en este arte quizá se haya conseguido contadas con las manos, y efectivamente Whiplash esta muy lejos de ser esa película, pero tampoco lo necesita ni lo desea así. De echo podríamos decir que Whiplash es la propia analogía de su trama, Andrew Neiman es nuestra Whiplash, un chico común (trama simple) pero que buscará convertirse en EL «baterista, mediante todo el esfuerzo físico, emocional dejando a lado esas pequeñas distracciones (una novia) para conseguirlo, el proceso es complejo y agotador, lleno de errores como todos, buscando la perfección milimétrica, llegar a tempo. Whiplash tiene sus pecadillos (alguna escena forzada y falta quizá de profundización en otras pequeñas sub tramas), pero como los errores de Neiman, son mínimos, insignificantes, casi invisibles, excepto para aquellos que siempre andamos en busca de la perfección, de llegar a tempo, de que llegue esa 2001: Odisea en el espacio, esa The Godfather, ese Charlie Parker, que solo llega contadas ocasiones en una vida.

Tan pequeñas las licencias de Whiplash como lo son gigantes sus atributos principalmente un trabajo de montaje épico y gigantesco que en un solo de batería nos permite ver a lujo de detalles los golpes al instrumento, el trabajo en el rostro de nuestro personaje principal, las lagrimas y sudor que caen en su rostro, como estas se estrellan directamente con los tambores, pequeños destellos del público y la mirada fría pero explosiva de un «estricto» profesor, mientras la música (excelente) acompaña con cada compás a las imágenes llenas de pasión que se ha sacado del bolsillo un Damien Chazelle que nos deja poco más de 100 minutos al borde del éxtasis y el infarto, sobre todo en los últimos diez minutos, donde la perfección aparece, Whiplash llega a tempo, las licencias se nublan para dar paso a un resultado final soberbio y poderoso.

J.K. Simmons se lleva toda la gloria como el secundario del año y de muchos más con una interpretación explosiva y atemorizante, Terence Fletcher dirige buscando la perfección milimétrica (me hubiera gustado pensar que Stanley Kubrick dirigía de esta forma, pero llevado al cine claro) y se convierte en un personaje para la posteridad. Y precisamente porque es tan grandiosa la actuación de Simmons, no reconocer el trabajo de Miles Teller sería muy injusto, el chaval soporta no solamente este duelo interpretativo, realmente se luce en una interpretación sumamente física, agotadora, de un nivel muy grande, tristemente infravalorada.

Un verdadero diamante, un lujazo de película esta Whiplash, no es Charlie Parker, pero es Caravan, lo cual no esta nada, pero nada mal.